CAPÍTULO 1
El origen.
El Trienio Bolchevique (España, 1918–1920) fue para los jornaleros como arrancar de las entrañas de la tierra las raíces del arco iris para colorear su triste y miserable horizonte, repintar su sombrío y negro pasado, teñir el grisáceo matiz de su interminable presente. Fue como perseguir un espejismo en los verdes mares de olivos, en los dorados desiertos de trigo o en las blancas estepas de algodón; como rastrear una fantasía en las fábricas, una utopía en los talleres, una ilusión en las caldererías, sirenas en los mares o la piedra filosofal en las minas de carbón. Se podría asemejar a la búsqueda laica del paraíso terrenal a través del sendero imposible de un inalcanzable tesoro: el de la escurridiza y siempre quimérica libertad.
Como fenómeno social, fue el producto de la rebelión de los ilusos, el despertar de los muertos vivientes, el sueño idealizado que albergaron miles y miles de obreros en una larga y sangrienta primavera caliente de esperanza, para salir de la paupérrima situación que ahogaba sus vidas y la de sus familias.
Pero soñar no era de pobres, y los de siempre, armados hasta los dientes con sus injustas legalidades, les sisaron el sueño y, como una tormenta, sus ilusiones se diluyeron en el tiempo.
Inspirado en el triunfo del comunismo en Rusia y promovido tanto por el Partido Comunista de España como por el Partido Socialista y sus juventudes, así como por la Central Anarcosindicalista C.N.T., se crearon euforias obreras generalizadas, corrientes anticlericales y entelequias antiburguesas.
Tras la depresión surgida al finalizar la Primera Guerra Mundial, el pueblo, extremadamente hambriento, desesperado por la miseria y las enfermedades (tisis, venéreas, polio, tifus) e inhumanamente explotado por los patronos (pues eran estos, junto con la Iglesia y la aristocracia, quienes acaparaban las grandes riquezas, las tierras y la potestad de dar o quitar el trabajo), se arrojó a los brazos de la lucha, cansado de ver las enormes distancias que les separaban de la oligarquía. Reclamaban el derecho a un puesto de trabajo fijo, salarios dignos que les permitieran acceder a viviendas decentes, sanidad, educación para sus hijos y, sobre todo, libertad para decidir sobre sus vidas. Se peleó por conseguir unos derechos sociales rotundamente más justos y se perpetró un pulso al Gobierno que costó centenares de muertos.
La Restauración se tambaleaba y los numerosos, inestables y alternativos Gobiernos del Sistema Liberal Oligárquico (liberales y conservadores), pocos respetados y valorados, fueron incapaces de solucionar los problemas que demandaban los distintos sectores de la sociedad. En aquel momento ni a los trabajadores ni a la izquierda se les estaba permitido acceder al poder, pues solamente la clase alta poseía ese derecho. Se hacía necesaria una reforma de la Constitución para dar paso a nuevas fuerzas políticas progresistas, pero el rey, presionado por la oligarquía, se negaba.
En la siniestra guerra contra Marruecos morían cientos de jóvenes y se diezmaban los ánimos de las familias que, temerosas, recordaban aún la Semana Trágica de Barcelona. Los militares, sumidos en la pugna por ambición y por un estúpido sentido imperialista, luchaban con la excusa de conseguir el control y la posesión de unas minas que a la larga no reportarían beneficio, sino que costarían más vidas. Una gran mentira, un falso argumento avaricioso que los jóvenes oficiales utilizaban para conseguir ascensos rápidos por méritos de guerra y así poder eludir el escalafón. Debido a ello, España poseía un ejército dividido y enfrentado. Los no africanistas, hartos y enojados por la forma en que una ley, para ellos injusta, ascendía a los mandos allí destinados, se movilizaron en defensa de sus lógicos intereses con intención de abolirla, provocando con ello a la alta cúpula de la superioridad.
La célebre frase formulada por Marx en el prólogo del libro de George W. F. Hegel, “La religión es el opio del pueblo”, prendió en las clases trabajadoras como una amenazante pesadilla y se extendió por toda Europa. Creció entonces una fuerte oposición antirreligiosa y se evidenciaron lealtades entre el clero, la oligarquía y la monarquía.
Eran tiempos de huelgas, desórdenes callejeros y violencias obreras. La sangre manchaba los suelos y la vida apenas tenía valor.
Los patronos ahogaban a la casi esclavizada clase obrera y estos trataban de sobrevivir dentro de un sistema totalmente deleznable y sumamente hostil para ellos. Miraban escandalizados cómo vivían los ricos mientras veían cómo sus hijos morían de hambre.
Entretanto, la vida cotidiana se hacía cada vez más difícil. En los barrios humildes, niños y mayores se orinaban en las calles o defecaban en los rincones. Las boñigas de los animales de carga no se limpiaban, las ratas pululaban abiertamente y el hedor a perro muerto se volvía insoportable. En los patios de vecinos coexistían con las personas los piojos y toda clase de insectos. Los retretes colectivos, constituidos sobre pozos ciegos, apenas se cuidaban y eran grandes focos de infecciones. Se carecía de agua corriente y la que se utilizaba para lavar la ropa o fregar los suelos se tiraba a la calle, por lo que a la pestilencia nauseabunda de los retretes se añadía el mal olor de los charcos putrefactos y la humedad, que, sobre todo en verano, viciaba el ambiente haciéndolo irrespirable.
Entre el hambre, las enfermedades, las contaminaciones y los contagios, en España morían más de doscientos mil niños anualmente. Los obreros, impotentes, se preguntaban qué podían hacer.
Las familias de las clases humildes, cuyo objetivo principal era dar de comer a sus hijos, comenzaron a emigrar hacia lugares donde pudieran ganarse el pan sin sobresaltos (norte de África o Suramérica), dejando atrás sus barrios, sus pueblos de origen y amigos y seres queridos que en muchos casos no volverían a ver jamás.
Ante ellos, mientras tanto, la opulenta clase alta paseaba con descaro sus riquezas, sus putas y sus vicios, pagados con la plusvalía de sus brazos y su sudor. Ante esta situación, y con cinco millones de parados, no fue de extrañar lo que sucedería en este país en los siguientes lustros y hasta principios de la Guerra Civil.
En la esfera internacional, y sobre todo para la oligarquía, arrancaban “los felices años veinte”, con un auge económico sin precedentes. En el ámbito cultural español, el 4 de enero de 1920 moría el novelista Benito Pérez Galdós; Jacinto Benavente obtenía el 21 de marzo del mismo año el premio Nobel de literatura, dotado con medio millón de francos; y el 16 de mayo moría el torero Joselito en Talavera de la Reina.
Málaga, 1920.
En la Primera Guerra Mundial, los países beligerantes generaron un excepcional mercado que aumentó la producción y los precios, lo que fue seguido de incrementos salariales para los trabajadores.
En la posguerra, sin embargo, el desplome de la demanda originó la depresión agraria, industrial y comercial. Como consecuencia, se dieron despidos masivos en las empresas y la carestía de la vida se disparó. Los enfrentamientos entre amos y jornaleros hicieron nacer un creciente sentimiento obrero y, lentamente, las clases proletarias en su conjunto fueron tomando conciencia de su verdadera inseguridad.
Se perdieron las exportaciones y, ante la incipiente crisis, los patronos solicitaron medidas proteccionistas a los gobernantes. Creyendo que la solución sería reducir los costes de los productos bajando los jornales o aumentando el horario laboral, los empresarios, con desfachatez, lo propusieron a los trabajadores, quienes se negaron a asumirlo en rotundo. Con el lema “ni un céntimo menos, ni un minuto más” despuntó la inestabilidad en el campesinado y se iniciaron las perturbaciones en Málaga tras la primera gran contienda mundial.
Invadida por la pobreza y la tuberculosis, en 1918 apareció en Málaga una epidemia de gripe que en los primeros días de junio perjudicó gravemente a las clases más deprimidas. A partir de entonces se entró en una fase de huelgas y agitaciones. La coyuntura social, altamente conflictiva (Trienio Bolchevique), se extendió desde 1918 a 1920.
Antonio, 1920.
No, no iba a ser un día ordinario. Aún con sueño, aquella extraña mañana de nubes y claros de abril de 1920, caminaba pesadamente. Lejos se hallaba de sospechar que una serie de triviales acontecimientos convergerían y alterarían su futuro para siempre antes de finalizar aquel mismo año.
Todo comenzó en el momento en que, inesperadamente, su hermana Maribel se detuvo a la puerta del colegio, soltó su mano y lo dejó ir solo. Él se giró. Al verla retroceder, percibió un raro presentimiento y algo en su interior se estremeció.
La plazuela donde se ubicaban los dos colegios, el de los chicos y el de las chicas, a esa hora era una algarabía de gritos y juegos. Mientras él y su hermana aún mantenían cierta distancia, los niños y las niñas corrían y se cruzaban entre ambos.
Extrañado, con la candidez infantil de un crío de siete años, Antonio alargó su brazo y le hizo señas para recordarle que debía subir con él. Algo nerviosa, con las manos enlazadas a su espalda, meneando sus largas trenzas de pelo negro, ella miró al suelo y se negó. Bastante desconcertado, Antonio no dejaba de mirarla fijamente. Deseando que solo fuese una reacción momentánea, de nuevo insistió en la llamada, pero ella permanecía impasible. Allí de pie, con la mirada perdida, Maribel no reparó en el gesto de su hermano. Ausente, se llevó las manos a sus grandes ojos negros, los limpió y, a continuación, con la manga de su viejo vestido de pequeñas flores, se secó la nariz y frunció las cejas; con los ojos enrojecidos le sonrió levemente, con la mano le lanzó un beso y, atragantándose con sus palabras, le dijo:
- ¡Hasta luego!
Girando sobre sí misma, revolotearon sus trenzas y se marchó corriendo.
Mientras miraba cómo su hermana se perdía a lo lejos y doblaba la esquina, Antonio se dejó arrastrar al interior del portal del colegio empujado por varios niños. Al pie de la escalera comprendió que ella no lo acompañaría más a su clase, que no le ayudaría a subir los enormes escalones e intuyó que seguramente no regresaría a la escuela.
Entristecido, una vez más alzó su cabeza buscando a su hermana, pero fue inútil; había desaparecido. Entonces limpió sus diminutas lágrimas y restregó sus manos sobre su pechero. Respiró hondo reconociendo el característico olor a humedad de la escuela y, entre codazos, comenzó a escalar la empinada escalinata.
A la vez que subía lentamente los peldaños ayudándose con cada uno de los barrotes de hierro que resguardaba la escalera, su débil imaginación comenzó a crearle miedos, terribles miedos. Hasta ese momento, no había reparado en su fragilidad. Siempre amparado y defendido por ella, ahora se sentía el más desvalido, solitario y pequeño ser del mundo. Hasta entonces todo le había sido dado y cuando tenía problemas, Maribel, su hermana mayor, siempre estaba allí. ¿Quién lo defendería ahora? ¿Quién alejaría a los que la amenazaban? Sus dudas le creaban temores y el miedo le causaba angustia.
Ausente con sus pensamientos subía, cuando de pronto notó en su muñeca algo así como una pequeña caricia, un suave calor. Miró su mano; alguien se la había cogido. Levantó la cabeza y vio la hermosa sonrisa de una niña que desprendía un suave perfume. Su corazón le dio un vuelco y le comenzó a latir fuertemente. Ella no habló y él no apartó su brazo. Agachó la cabeza tímidamente, y varios escalones más arriba recordó que era la hija de una vecina; no conocía su nombre, ni había reparado jamás en su existencia. Los temores se esfumaron y pronto, al llegar al rellano para entrar en clase, la niña le soltó, le sonrió graciosamente y bajó la escalera acompañada de la sorprendida mirada de Antonio.
Al llegar a su asiento ya había olvidado la contrariedad de su hermana; pensando sólo en su nueva amiga se sentó sin reparar en Salvador y Rafalito, sus amigos y compañeros de banco. Experimentaba una extraña mezcla de emociones. Por un lado, su angustia, su timidez y sus inseguridades, herían sus pensamientos originando en él un sentimiento de soledad y abandono. Pero por otra parte, la esperanza ante la aparición de una nueva persona, una amiga que lo acompañara, que le diera la mano, le proporcionaba confianza. Pero, ¿cómo se llamaba? Nunca antes se había fijado en ella; nunca la había visto en la plazuela.
«¿Vendrá todos los días? ¿Me cogerá de nuevo?»
En ese instante de desazón sonó la voz del viejo maestro y sus incertidumbres se volatizaron. Le encantaba escuchar a don Fausto, se quedaba extasiado. Su cálida voz provocaba en él el efecto de una terapia de relajación, y todas sus preocupaciones y temores se alejaban. Atento, dejó entrar en su cerebro las palabras de aquel sabio bueno; se integró en la clase y se olvidó de todo.
Don Fausto el Maestro, era un hombre soltero de unos cincuenta años, con barba corta, bigote entrecano y gafas redondas. Emanaba un cierto olor a naftalina y sus zapatos chirriaban cuando paseaba por el pasillo central. Solía vestir con una vieja chaqueta, unos pantalones zurcidos, un chaleco desgastado en cuyo bolsillo guardaba su reloj de cadena, y una camisa que a lo lejos parecía blanca, aunque en realidad era de un ocre amarillento.
Vivía en una habitación alquilada a una señora viuda y las malas lenguas hacían sucios comentarios, nunca probados, acerca de la relación entre ambos. Durante sus clases nunca fumaba, pero sus dedos delataban su afición por la nicotina.
En su tiempo libre se relacionaba poco con la gente del pueblo; le gustaba dar largos paseos y siempre llevaba bajo el brazo un libro para leer. Él le enseñó a Antonio sus primeras palabras y le descubrió el maravilloso mundo del aprendizaje. También fue, por cierto, el precursor de su posterior e insospechado destino.
El gallinero, como llamaban al colegio, se ubicaba en la parte alta de un viejo caserón desde donde se veían los tejados de las casas. A juzgar por el olor que a veces inundaba la escuela, por allí cerca debía haber un tinado de vacas, cerdos o burros.
Los alumnos debían acceder al aula a través de una escalera interior con peldaños de madera. Presidiendo la clase, una mesa y un sillón donde se sentaba el maestro. Sobre su cabeza, en el muro, pendía un crucifijo; a un lado, incrustada en la pared, la pizarra grande aparecía por lo general llena de garabatos; al otro lado, un viejo mapa de España colgaba de un clavo con una cuerda; más allá, de pie en el rincón, reposaba un intimidatorio vergajo que don Fausto nunca empleó.
Los mejores estudiantes solían ocupar las mesas más cercanas al profesor. Las diversas filas estaban compuestas por varios bancos unidos. En cada uno de ellos se sentaban dos colegiales, de tal forma que en cada hilera había seis alumnos. Los pupitres eran de madera y constaban de un largo cajón inclinado con una tapa batiente. Dentro de él se colocaban los libros, los lápices, las libretas y todas las cosas, útiles o inútiles, que a un chico se le pudiera ocurrir llevar al colegio; desde ranas y sapos, hasta lagartijas, grillos o chicharras. En la parte más alta de los escritorios había unos vasitos encastrados que el maestro llenaba de tinta azul, en los que los alumnos sumergían sus plumillas para escribir y cuyo olor inundaba el aula.
La clase contaba con alrededor de sesenta alumnos que comprendían varias edades, de tal forma que en el lado derecho del pasillo se sentaban los chicos mayores y en el izquierdo los pequeños. Entre los niños de un lado y otro existía poca armonía, entre otras cosas debido a una competencia harto visible, sobre todo al contestar las preguntas lanzadas al aire por el maestro. Si los menores contestaban antes, a menudo volaban, sin piedad, todo tipo de objetos hacia ellos. Don Fausto se enfadaba mucho, empuñaba la vareta de limón que usaba de puntero y daba golpes sobre la mesa para asustar a la chiquillería; así conseguía mantener la disciplina.
Cuando terminaba la clase todos los chicos salían en tromba y la escalera tronaba con el mismo ruido que un desfile de tambores carentes de ritmo. Aun cuando don Fausto lo tenía prohibido, algunos niños al bajar pateaban machaconamente los escalones para hacerle enfadar; él salía gritando, hecho una fiera, y los desobedientes salían corriendo entre risas.
Perteneciente al grupo de los pequeños, Antonio, inseguro, jamás bajó corriendo. Aquella mañana, sujetándose a los barrotes, escalón tras escalón, consiguió no ser arrastrado por la marea de niños. Una vez en el portal, apareció de pronto frente a él, de pie y al trasluz, su sonriente amiga que lo esperaba. En la plazuela, durante el recreo, la había estado buscando insistentemente, pero no había conseguido verla. Avergonzado salió a la calle evitando mirarla, pero ella se acercó con gracia y sin decir palabra asió otra vez su mano. Él se dejó guiar a través de la plaza en dirección a su casa.
Pronto Antonio consiguió adaptarse a la ausencia de su hermana y a la compañía de Teresa, su nueva y dicharachera amiga. A pesar de que cada día iban y regresaban juntos, sin embargo dentro del colegio se integró en un grupo de niños junto a Rafalito y Salvador, quizás más por miedo que por interés, pues con ellos se sentía protegido y los mayores lo dejaban tranquilo. Aunque a él le atraía mucho más su vecina, durante el recreo en la plazoleta no jugaba con ella por temor a las críticas de sus amigos.
Antonio y Teresa se hicieron inseparables. Se esperaban el uno al otro a la salida de la escuela y en el trayecto siempre iban cogidos de la mano. Tras la merienda, ella solía acudir a buscarlo y jugaban hasta la hora de cenar, pues Teresa, algo mayor que él, de cabellos dorados, cara redonda, tez blanca y ojos azules, siempre llevaba la iniciativa.
* * *
El pueblo marinero de Nerja se sitúa aproximadamente a unos cincuenta kilómetros al oriente de su capital, Málaga. La mayoría de sus empinadas calles eran terrizas, y las del centro estaban empedradas. Predominaban las casitas bajas y la torre de la iglesia sobresalía entre todos los tejados. La azucarera, un lavadero de minerales, la pesca y el campo eran sus principales industrias. Debido a diversas plagas en su antes rica y después decadente agricultura, gran parte de sus habitantes emigraron hacia otras latitudes. Este hecho hizo que la demografía menguara ostensiblemente, con lo que el municipio empobreció.
Al borde de unos altos acantilados, en un lugar que el rey Alfonso denominó “El balcón de Europa”, existía una preciosa cala donde los pescadores dejaban sus barquillas de pesca. Para acceder a ella construyeron una rampa de piedras que los chicos más atrevidos bajaban para jugar en la playa.
Algo más alejada, por un camino menos peligroso y tortuoso, había otra playa de pequeñas piedras pulidas y fina arena negra, conocida como Burriana. La gente hacía excursiones a ella para refrescar sus fatigosos cuerpos, torturados por el intenso calor veraniego. Se llevaban la comida y los niños retozaban y se divertían a la orilla del transparente mar con cualquier juego de imaginación o tradición, durante los largos días del estío.
No muy lejos de allí vivía la familia de Antonio, en una amplia casa rústica herencia de la abuela materna. El piso de abajo lo ocupaban tres habitaciones. Una de ellas, que servía de comedor y cocina, estaba dominada por una gran chimenea donde se guisaba y conservaba un fuerte olor a humo. El centro de la estancia lo ocupaba una mesa de madera con seis sillas; también había una antigua alacena donde se guardaban los platos, el pan y la fruta, así como unas cantareras y una orza que contenían agua. Sobre la pared unos viejos cuadros y algunas fotos de los abuelos y unas tías de la capital.
Antonio y su hermana Maribel dormían en otro austero cuarto en el que se hallaban un par de camas de hierro, un armario y una mesilla de noche de una sobria madera oscura y, sobre la pared, un crucifijo y dos cuadros que mostraban unas descoloridas flores. En la última de estas habitaciones su padre guardaba enseres de pesca, aperos de labranza y trastos viejos.
La parte alta de la casa la ocupaba el dormitorio de sus padres, cuya decoración estaba compuesta por una sencilla cama de matrimonio con una mesita a cada lado, un pequeño ropero de cuatro puertas, un espejo y dos sillas; en la ventana, unas hermosas cortinas de flores, y en la pared, un Cristo crucificado y varios cuadros con vírgenes. La otra habitación del piso superior, antes llena de muebles viejos, ahora la preparaban para el bebé que estaban esperando.
Por su parte, el amplio patio estaba separado en varias zonas. Junto a la puerta que daba acceso a la cocina se encontraba un poyete con un lebrillo encastrado para fregar los platos y, al lado, una pileta donde a veces se colocaba una tabla de lavar para escurrir o enjabonar la ropa. En un rincón, en un cercado cacareaban unas gallinas y en otro se criaban dos cerdos. Enfrente, construido muy rústicamente, se ubicaba un pequeño edificio de dos plantas cuya parte alta servía de granero y secadero de pescado. Su parte baja la constituían dos espacios comunicados entre sí que estaban ocupados, respectivamente, por el molino y el horno de pan. En otro rincón del patio se encontraban el habitáculo destinado a guardar leña y paja, el retrete y, justo a su lado, un minúsculo cobertizo en el que se resguardaba el burro.
Antonio adoraba al animal, pero le entristecía verlo horas y horas dando vueltas alrededor del molino arrastrando aquella enorme piedra de granito cónica, para hacer esponjosa la masa. De cuando en cuando, cansado, se detenía, pero inmediatamente, un chasquido procedente de la boca de su padre le hacía reaccionar y el asno comenzaba de nuevo su monótono caminar. El chico miraba los tristes ojos del resignado animal y sentía una pena que le encogía el corazón. Cuando al fin terminaba su desolador trabajo, Antonio lo jaleaba, le echaba de comer y alegre se subía a su lomo; el pollino rebuznaba protestando y él suponía que se alegraba.
En aquella primavera de 1920 Antonio era aún el benjamín de la familia. Estaba bastante delgado y tenía pelo moreno rizado, ojos castaños y mirada serena. De carácter tranquilo y algo tímido, hablaba poco y casi nunca se enfadaba; eso sí, cuando lo hacía sus argumentos quedaban sorprendentemente claros y contundentes.
Siempre fue el niño mimado, aunque todo iba a cambiar con la llegada de su hermanita Lucía. A partir de entonces comenzaría para él una nueva vida llena de increíbles acontecimientos e inesperados avatares que lo marcarían para siempre.
Cuando la madre estaba todavía embarazada de Lucía, alguien le contó a Antonio que su mamá había enfermado de albúmina. Como aún quedaban unos meses para el parto, su padre, preocupado, visitó la escuela. Días después fue cuando su hermana se paralizó en la puerta, lo dejó solo y se marchó corriendo. La maestra le rogó a su padre que permitiese continuar a la niña en la escuela, ya que era una de sus mejores estudiantes, pero él, testarudo, se negó argumentando que debía ayudar a su madre. En su opinión, en esos momentos la necesidad apremiaba y además, lo único que debía aprender una mujer eran las tareas de la casa y había que dejarse de zarandajas.
Por entonces Maribel tenía diez años y era tan delgadita que le costaba mucho realizar los arduos trabajos del hogar. Limpiaba el polvo, fregaba el suelo, barría los cuartos y para lavar los platos debía subirse a una silla porque no llegaba a la pileta.
Cada mañana se levantaba temprano, aseaba y vestía a su hermano, le preparaba un tazón de leche con pan migado y esperaba con él a que llegase Teresa a recogerlo. Su madre le explicaba cómo guisar, la forma de hacer las camas, de lavar la ropa y cómo comprar. A veces rompía algún plato, pero con paciencia, su madre le enseñaba cariñosamente a tener cuidado y no criticaba su inexperiencia o sus lógicos descuidos, pues aún era una niña y como tal se comportaba.
Responsable, al mediodía siempre vigilaba desde la puerta de la casa por si Teresa no regresaba del colegio con su hermano. En general, Antonio era bastante ordenado, pulcro y cuidadoso, pero Maribel se enfadaba con él porque sus manos cada día venían tintadas de azul. Le reprochaba su suciedad, le obligaba a lavárselas antes de sentarse a comer y evitaba que tocase el pan con los dedos mugrientos.
Al acabar el día el frágil cuerpo de Maribel no resistía más y siempre se quedaba dormida en la mesa durante la cena. Entonces su padre la arropaba entre sus brazos y la llevaba a la cama. Antonio, celoso, deseaba que su padre hiciese lo mismo con él, y remoloneaba y se hacía el dormido pícaramente, aun cuando le desagradaba el olor a pescado que desprendía la ropa de su padre.
Vicente, pescador de profesión, poseía sentimientos anarquistas que eran temidos por Ascensión, su mujer. Fue detenido y acusado de haberse implicado en algunas revueltas callejeras y hacía solo unos meses que había salido de la cárcel, los justos para que su esposa quedara embarazada de nuevo. Hastiado de tanta lucha y de la inseguridad del mar, quiso abandonarlo todo, aunque sabía que para conseguirlo la suerte no era suficiente. Con esa esperanza, construyó un horno con sus propias manos en el patio de su casa. Cuando no salía a la pesca, aprovechaba y subía al monte a cargar un borriquillo con leña para encender el fuego y, ayudado por su mujer, amasaba.
Al olor del pan caliente, los vecinos, alabando su calidad, su textura y sabor, acudían deseando adquirir algunas hogazas de su corta producción. Muchas veces lo vendían todo quedándose sin nada, pero aunque los beneficios eran escasos y el trabajo mucho, vislumbraban en ello un futuro, pues el hambre no llamaba a su puerta y podían salir adelante.
Cuando por la lluvia no podía recoger leña o a ir la pesca, Vicente maldecía su suerte, insultaba a los políticos y decía a su mujer que deseaba para su hijo algo mejor. Sólo en esa idea coincidía el matrimonio. Ella conocía a su marido y sabía que intentaría infundirle a su hijo sus ideas políticas.
Pero Ascensión tenía sus propios planes y no se hallaba dispuesta a ello.
La idea se le ocurrió cuando su esposo se encontraba encerrado en prisión. Tuvo que ser socorrida entonces por familiares cercanos y gracias a eso la comida no escaseó en la mesa. Decidió en aquel momento que haría todo lo posible para que su vástago jamás supiera lo que eran la necesidad y las privaciones. Sabía cómo convencer a su marido: en las noches de deseos, lo engatusó; y él, sin otro remedio, se rindió.
Ingenua, desconocía que la vida le depararía a su hijo los más inconcebibles avatares.
* * *
A media mañana de un lunes, a finales de abril de 1920, se presentó en el colegio don Dámaso, el cura, acompañado por otros dos sacerdotes desconocidos. Enseguida todos los niños se pusieron de pie en señal de respeto y los tres avanzaron hacia la mesa del maestro. A la vez que saludaban y sonreían, los tres visitantes acariciaban el pelo a algunos de los alumnos. Los tres estrecharon la mano a don Fausto e inmediatamente éste ordenó a los chicos sentarse y seguir con sus tareas. Seguidamente acercaron sillas, hicieron un corro y, mientras los niños curioseaban de reojo, hablaron un buen rato. Tras la tertulia, don Fausto señaló a unos cuantos alumnos para que se quedasen y dio permiso al resto para que marchasen a sus casas.
Antonio, que era uno de los que debía quedarse, pensó que tal vez el asunto estuviera relacionado con la celebración de su Primera Comunión, que sería a finales de mayo de ese mismo año. Don Dámaso le había estado preparado para el acontecimiento hablándole de la hermosura del primer contacto con el Ser Supremo y su mente influenciable estaba muy ilusionada con el gran día. No obstante, le inquietaba la presencia de los desconocidos curas.
Observando a los alumnos que se quedaron, de repente se dio cuenta de que sólo él iba a hacer la Primera Comunión, hecho que le llamo la atención y le produjo cierta curiosidad. Aquellos sacerdotes tan altos, tan serios, le impresionaban y le daban miedo. Antonio, ingenuo, se preguntaba qué querrían, por qué estaban allí.
A continuación, dictaron unos textos. Al finalizar el dictado, él fue el primero al que llamaron para comprobar su caligrafía y sus errores ortográficos. Le hicieron preguntas acerca de Dios, la comunión, los santos y la Virgen María, a las que el muchacho, cohibido, contestó todo lo que sabía. Don Dámaso, don Fausto y los visitantes sonrieron y lo despidieron con unas palmaditas en su cabeza.
Sus compañeros candidatos a seminaristas, prosiguieron su turno.
Para sorpresa de Antonio, por la tarde aquellos curas se presentaron en su casa. Al verlos llegar pensó lo peor debido a la delicada salud de su madre, pues recordaba que cuando un cura visitaba a un enfermo significaba que la muerte rondaba. Temeroso, se lo hizo saber a su hermana y ésta lo tranquilizó con un cogotazo en el cuello.
Su padre hizo pasar a los curas al comedor, subió al dormitorio y al poco rato bajó lentamente junto a su esposa. Ambos entraron en la habitación y cerraron la puerta tras ellos.
Inocentemente, Antonio pensó que sus padres deseaban conocer el resultado de las pruebas del colegio y con enorme curiosidad intentó colarse en la habitación. Su padre, al descubrirlo, le gritó, lo cogió por un brazo y zarandeándolo, lo echó fuera. El chico, sollozando, se sentó a la puerta de la casa con la cabeza entre las piernas. Unos momentos después Teresa lo llamó desde lejos; secándose los ojos, el chiquillo se marchó corriendo con ella y ahí acabaron sus penas.
Varios días más tarde, un soleado domingo de principios de mayo, Ascensión se puso de parto. Antonio, asustado, oía gritar a su madre mientras una tanda de mujeres correteaba por la casa subiendo y bajando del dormitorio, pidiendo toallas y agua caliente. En sus idas y venidas el niño no les quitaba ojo de encima. Su padre, nervioso, fumaba cigarro tras cigarro y paseaba de un lado a otro en la cocina. A veces se sentaba, dejaba el pitillo en el filo de la mesa de madera, frotaba sus manos y bebía vino tinto para intentar tranquilizarse. Observaba a su hermana angustiada abrir y cerrar cajones, correr de un lado a otro y cómo la apartaban sin dejarla colaborar.
Harta, ignorando en qué debía ocuparse, Maribel se sentó. Asiéndose a los bordes de la silla miró a su hermano y encogió sus hombros desesperada. A los pocos minutos el padre reparó en ellos y les ordenó que se fuesen a dar un paseo. Maribel cogió de la mano a su hermano y cuando salían por la puerta, se oyó a un bebé llorar.
* * *
Lucía era pequeñita y redondita. A veces Antonio se acercaba cuidadosamente a la cuna mientras ella dormía, curioseando y, extasiado, la miraba durante largo rato. No le agradaba ver a la pequeña mamando colgada de los pechos. Celoso, fingiendo tristeza, posaba la cabeza sobre el brazo de su madre e intentaba recibir sus favores. Ella, con ternura, cogía su mano y, colocándola en la cabeza de la pequeña, hacía que se la acariciara. Con voz susurrante, lo tranquilizaba diciéndole que lo quería muchísimo y esas palabras reconfortaban a Antonio.
Sucedió unos quinces días después de haber nacido Lucía. En la sobremesa de un sábado, aparecieron por la casa y besaron a su madre. Eran dos mujeres con negros vestidos y tez seria. Una de ellas, la más alta, llevaba colgada una gran cruz de un collar de perlas negras y un camafeo en el pecho, que llamó mucho la atención de Antonio. Cuando vio a las dos señoras se escondió debajo de la mesa y, sin ser visto, se escurrió hasta la calle. No quería estar cerca, pues le generaban un mal presentimiento.
Al rato, Maribel fue en su busca y lo encontró jugando con la tierra. Para aclarar sus dudas acerca de aquellas damas que tan efusivamente fueron recibidas por sus padres, le contó que eran las tías de Málaga, que habían viajado desde la capital para conocer a su nueva hermana.
Antonio recordó que su madre, orgullosa, las nombraba a menudo y decía que eran riquísimas. Poseían un molino de grano, varias panaderías, una confitería muy céntrica y algunas casas y fincas de labor. Habían ayudado mucho a la familia cuando Vicente cumplía condena y ahora les suministraban con ciertas facilidades la harina necesaria para amasar el pan que vendían.
El chico fue recibido con entusiasmo, besos y grandes sonrisas de cariño, y lo invitaron a comer pasteles que habían traído de regalo. Observado por todos, tímidamente se acercó a la caja y, sin apartar su vista de ellas, cogió un dulce y se lo llevó a la boca. Las tías lo miraban fijamente aguardando gustosas su reconocimiento. Tras engullir la primera confitura, Antonio pidió repetir y ellas, agradecidas y orgullosas, le dieron un fuerte beso en la mejilla. A partir de ahí la timidez de Antonio desapareció, comió un dulce tras otro y se sintió contento por tener unas tías tan ricas.
Alguien sacó el tema de su Primera Comunión y la más bajita de las dos le habló de Dios, de Jesucristo y de la importancia de tal acontecimiento. Le preguntaron si le gustaba la escuela y cuántas oraciones se sabía, a lo que él respondió que todas. La contestación provocó risas generalizadas. Sin más, el chiquillo cogió un último pastel, corrió a la calle a jugar y dejó a las tías y a sus padres charlando.
Poco rato después, la tía más alta extrajo un rosario de una bolsita y comenzó a rezar. Antonio regresó y se sorprendió al ver que tanto su padre como su madre lo seguían; era la primera vez que los veía orar.
Al atardecer, todos visitaron el cementerio para llevar flores. Delante iban las tías, Ascensión con Lucía y Vicente cogido de su brazo; detrás, Maribel llevando de la mano a Antonio. Al regreso entraron en la iglesia de El Salvador para oír la misa.
A Antonio las imágenes le intimidaban. Sentado entre su madre y su hermana, con la cabeza gacha cerraba los ojos intentando evitarlas. Un sudor frío le subía por todo su cuerpo y se le erizaban los vellos cuando veía las figuras de las dolorosas vírgenes y los trágicos Cristos crucificados.
Una vez finalizado el servicio, Vicente ordenó a Maribel y Antonio que esperasen fuera jugando. Los mayores entraron en la sacristía, donde les estaban esperando don Dámaso y don Fausto.
Tras la cena, sentados al frescor de la entradita de la casa, las tías y los padres de Antonio comenzaron a charlar de nuevo. Maribel y su hermano fueron despachados sutilmente. Aquella noche se acostaron tarde y tuvieron que dormir en un viejo colchón polvoriento en la cocina.
A la mañana siguiente, cuando se despertaron, las tías habían desaparecido.
* * *
Su Primera Comunión le decepcionó un poco. Cuando el cura posó en sus labios aquella pequeña galletita, esperaba una fuerte sensación interior, pero no percibió nada especial. Intentando no defraudar a su familia allí presente, actuó un poco; con las manos cruzadas sobre su pecho se arrodilló, rezó un Padrenuestro y fingió un sentir profundo de felicidad.
Poco después el colegio acabó y el verano dejó notar sus altas temperaturas. Su hermana pequeña necesitaba una atención continua y Ascensión apenas podía salir de casa. Como además Maribel continuaba ayudando en las tareas, ese año ninguna de las dos podía acompañar a Antonio a la playa.
Exhortada por su hija, la madre de Teresa se ofreció a llevarlo. En un principio, los padres de Antonio se resistieron, pero al final accedieron advirtiéndole de antemano que no se apartara de la orilla. Cada mañana era como un ritual: a las doce del mediodía esperaba a Teresa sentado en el escalón de su casa con la talega de la comida y el viejo pantalón que le servía de bañador. Cuando ella aparecía con su sonriente cara angelical, a Antonio se le iluminaba la cara y saltando corría a su encuentro. Se cogían de la mano y, junto a la parlanchina madre de Teresa, bajaban el polvoriento camino en dirección a la playa, cruzándose a veces con las piaras de cabras o con los burros cargados de arena.
Una vez abajo, la madre montaba un sombrajo con cañas y una sábana para resguardarse del sol. A continuación dejaban sus cosas bajo el tenderete, salían corriendo y se lanzaban al agua sin temor. Al principio Teresa era obligada a usar un vestido viejo, pero con el paso de los días disfrutó de un pequeño bañador a rayas que una vecina le había confeccionado.
La madre de Teresa sentada a veces a la sombra, a veces al sol, charlaba con sus amigas mientras los vigilaba continuamente como un sargento de artillería.
Cada día de aquel maravilloso verano fue una aventura para los chicos. Chapotearon hasta ver sus dedos arrugados, adquirieron un acentuado bronceado y jugaron con la arena a todos los pasatiempos imaginables, ausentes del resto del mundo.
Al verlos tan unidos, la madre de la chica ironizaba con la de él sobre la intensa amistad de los críos y reía vaticinando el futuro noviazgo de ambos. Asumiendo esa posibilidad, en su ingenuidad Teresa coqueteaba con él. A veces se quedaba mirándolo tiernamente a los ojos y le acariciaba suavemente la mejilla; él le correspondía con una cálida sonrisa.
En un hermoso atardecer de mar sereno, en que un bellísimo ocaso de sol teñía las aguas de color anaranjado, Antonio y Teresa paseaban por la orilla cogidos de la mano. Mientras las suaves olas limpiaban la arena de sus pequeños pies, ella le preguntó si quería ser su novio. Inocente, avergonzado y agachando la cabeza, Antonio, tímidamente contestó:
- ¡Bueno!
Emocionada y feliz, poniendo en su propia boca las palabras que tantas veces había oído a su madre, arrancó de Antonio la promesa de que cuando fueran mayores se casarían y tendrían muchos hijos.