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El secreto de aquel teatrillo ambulante – capítulo 1

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Capítulo 1º

Al contrario que los astrólogos, no me aventuro a presagiar si las confluencias de las estrellas, el sol, la luna o los planetas ejercen sobre las personas la buena o mala fortuna, o si la naturaleza proyecta su misteriosa fuerza sobre ciertos lugares, con la intención de desviar su destino o para convertirlos en épicos o tenebrosos.

No lo sé.

Lo que sí intuyo es que algo extraño debió de sobrevolar aquel pequeño pueblo del sur, donde nací y correteé, en aquel corto espacio de tiempo de mi juventud, época de mi vida en la que comenzaba a fantasear con elevados ideales e imprecisos sueños.

Ocurrió aquel año, el año de las malvasías, el mismo en que tras un larguísimo y forzado exilio regresaron las cigüeñas misteriosamente. La maravillosa y corta primavera en la que la afectuosa madre de mi amigo Rafa, siempre de luto, consiguiera por fin que germinara su ansiado y delicado caracol real, una especie de planta trepadora de bellas flores blancas y violáceas, -la cual se enredaba en una pared, con dos rosales, uno rojo y otro amarillo-, que desprendían un suave, dulzón y embriagador aroma que inundaba la azotea donde viví preciosos momentos y que emborrachó mis sentidos, enamorándome locamente de aquella preciosa chica llamada Eligia, en los días de aquellos fatídicos hechos que cambió mi vida para siempre.

Ha pasado mucho tiempo y la terraza que diviso desde este altozano evocador difiere bastante de mis idealizados recuerdos. En ella se exhiben ahora ladrillos apilados, tejas, persianas de plástico enrolladas y varios muebles viejos, quizás hinchados por el agua de la lluvia. Las frescas macetas han desaparecido y aquella planta que tanto me inspiró también.

Jamás he vuelto a respirarla, pese a ello, su encantador y persistente perfume aún impregna mi mente, del mismo modo que se mantienen vivos en mi pensamiento la impronta de aquella combinación de flores, los guateques que allí celebramos, y los ignominiosos actos que rodearon el angustioso final de mi enamoramiento juvenil, en aquella maravillosa e inolvidable primavera.

Corría el año 1962, hacía un par de semanas que acababa de cumplir los dieciocho años. Los juegos infantiles y el colegio privado donde mi padre, policía municipal de oficio, me tenía matriculado, habían quedado atrás. Olvidé la totalidad de la Enciclopedia Álvarez, los quebrados, los tiempos verbales –incluido el pretérito pluscuamperfecto, que me traía loco–, cuál era la raíz cuadrada de cuatro o quién era Carlos I de España y V de Alemania. Y me concentré en la pandilla de amigos, que era lo que más me interesaba.

Con mis amigos, jugaba en los recreativos al billar o al futbolín. En la mercería de Rafa escuchaba cotilleos domésticos y, en la casa de Benito, todos juntos, practicábamos el póquer que aprendimos en los filmes americanos. Comiendo pipas de girasol, dábamos lánguidos paseos por la carretera al atardecer proyectando fiestas o hablando del futuro y, en las tertulias masculinas de barbería, donde a menudo se evocaba el día en que una joven Brigitte Bardot rodó una escena de su película “Les bijoutiers du clair de lune”, en la que intervino medio pueblo, cautivándonos a todos durante muchos años, se discutía de fútbol y boxeo.

Si bien ellos lo odiaban, a mi me encantaba subir a la montaña para contemplar los paisajes en soledad. A menudo me tendía en la hierba, miraba a las nubes pasar y, en ellas, imaginaba, o descubría, extrañas formas: dragones, caballos, leones u otros animales míticos. Y lloraba emocionado, enternecido a veces, o reía con fuerzas, sin lograr entenderme.

Construí mi santuario en mi propia habitación y allí pasaba horas y horas enajenado, ojeando mi colección de postales del mundo; fantaseando, tal vez al igual que Julio Verne, con viajes al fin del mundo. Recuerdo que me fascinaban las de Nueva York y Chicago, Paris, Brasilia, y una fastuosa panorámica de las cataratas Victoria africanas. Entre otras alternativas, deseaba ser fotógrafo, y guardaba recortes de revistas donde anunciaban las mejores cámaras. Era contradictorio, no me gustaba el colegio y, sin embargo, me apasionaba resolver crucigramas, problemas matemáticos, devorar novelas cortas del oeste o comerme el coco con los candorosos relatos del Reader´s Digest, “the sweet, christian and idylic American Way of Life”. En mi habitación apilaba montones de esas publicaciones, que releía para sentirme audaz. Ocupaban mis ratos libres, me llevaban a tiempos pasados, llenos de añejos valores. Me escoltaron en las noches de insomnio, desasosiego y pesadillas motivando el sueño nocturno; me ayudaron a luchar contra los malos augurios y me defendieron de los malvados con lealtad y osadía. Junto a ellas, inmejorablemente amontonados, mis viejos tebeos, que tantos buenos ratos me proporcionaron en la infancia, me vigilaban ahora arrinconados, cubiertos por el polvo de la apatía; por el silencio del abandono.

Quería muchísimo a mi madre y le tenía un respeto enorme a mi padre, pero me molestaba que se quejaran de mi supuesta “pereza” y de los pretextos que buscaban para regañarme. Ella me reprochaba el hecho de haber dejado de ir a misa, él de no asistir a la sede de la O.J.E. el antiguo Frente de Juventudes de la Falange.

Hasta que no tuve criterio propio y me rebelé, yo estaba subyugado, como la mayoría de la gente de esos años, por estas dos impuestas ideologías: la religiosa y la política; pero poco a poco me fueron decepcionando y las dejé de lado.

Me aparté de la Iglesia y de los curas porque, hasta entonces, me intimidaban: sus reiterativas y pueriles palabras, sus negatividades, sus exagerados mensajes de miedo y…, las negras sotanas, las vírgenes dolorosas, los santos martirizados y los cristos crucificados o muertos. En cuanto a la O.J.E: sus exaltadas consignas, sus autoritarios programas, la manipulación de las voluntades infantiles y…, los uniformes, tanto el de flecha y su boina roja, como el de policía de mi padre. Uno vendía el más allá, el otro el futuro y… yo quería vivir el presente. Sobre todo, en ambos casos, dejaron de atraerme sus salmos sacros, sus canticos intangibles, y me enamoraron muchísimo más, las canciones, la estética y el ritmo de “Elvis Presley”, de los “Everly Brodhers”, de “Los Estudiantes”, de “Lone Star”, de “Los Teen Tops”, del “Dúo Dinámico”. Y sus movimientos y sus bailes.

Descubrí el sugerente espejo, ante el cual podía cambiar de imagen combinando los colores de la ropa o usando el peine para cambiar mi aspecto.

Y eso era, pura magia.

Mi madre criticaba, además, el tiempo que permanecía en el interior del cuarto de aseo. Pero es que el tupé jamás quedaba a mi gusto, y sólo la crema fijadora o en su defecto el zumo de limón me lo mantenía inalterable. ¡Esa era la excusa! La verdad, y ella lo sabía, es que las hormonas hacían sus estragos, las calenturas sexuales me atormentaban y me escondía en los últimos rincones para satisfacerlas.

«¿Cuántas horas pasaría allí dentro?»

Recuerdo que a solas me sentía un hombrecillo. Mi barba se poblada más lentamente de lo que yo deseaba y el vello iba cubriendo poco a poco ciertas partes de mi cuerpo. En mi cara aparecían y desaparecían espinillas y barrillos por doquier. Afeitarme las cuatro pelusas era un suplicio. La cuchilla “La Rosa” provocaba minúsculas hemorragias que yo taponaba con trozos pequeños de papel higiénico del “Elefante”. Como en mi casa, no sé por qué, siempre había gente, al salir del baño cubierto de papelillos ensangrentados percibía a mi alrededor miradas y sonrisas compasivas que me sonrojaban y me llenaban de pavor.

El cine era otra de mis grandes pasiones. Sentado sobre mi taburete, imaginaba ser héroe de la pantalla: descarado y simpático como Cary Grant, guapo y fuerte como Gary Cooper o valiente y seguro de mí mismo como John Wayne. Hasta tal punto me fascinaban las películas, que hacía ya dos años que me afanaba por aprender el manejo de la máquina Ossa en la cabina de proyección del cinematógrafo del pueblo. Soñaba entonces, que aquel sería el principio de una fulgurante carrera: con que algún día sería actor, o un gran director de cine, que me rodearía de todos aquellos artistas y que las maravillosas actrices, de las cuales estaba enamorado, estarían a mis órdenes. Entelequia que sólo un tímido, un retraído idealista, podía imaginar.

*      *      *

Abstraído en sus recuerdos de juventud, Boris no había reparado en que una señora mayor, acompañada de dos chicas, bajaba aquella larga rampa, en dirección al descansillo donde él se encontraba.

Cansadas, decidieron respirar un poco en aquel primer canapé y sentarse en el muro de cemento dispuesto a modo de banco.

  • Toma, sécate el sudor con este pañuelo, mamá —ofreció una de aquellas muchachas.
  • Gracias, hija, me hacía falta reposar un ratito. Los pies me arden como ascuas de carbón —dijo la señora mientras se limpiaba la frente.

De repente, Boris despertó de su ensimismamiento. Giró la cabeza y, curioseando, miró a aquella señora. Su voz le sonaba, la había oído antes, la conocía.

  • Cinco minutos, mamá, Eusebio nos espera. El pobre estará que se sube por las paredes —apremió la otra hija.
  • Déjame suspirar al menos, hija, no aprietes tanto —habló de nuevo la mujer.
  • Perdone, señora —se excusó de repente Boris, mirándola fijamente.

La mujer lo escrutó de arriba abajo con las cejas arqueadas. Las hijas lo miraron de reojo, expectantes.

  • Perdone, ¿se llama usted Mercedes? Doña Mercedes —preguntó Boris con cierta timidez.
  • ¿Quién eres? Por el habla no es usted de estas tierras —respondió la señora, curioseando a su vez.
  • Soy Boris, el hijo de Enrique el policía. Usted fue mi maestra… ¿se acuerda de mí?
  • ¿Boris? —lo miró con el ceño fruncido, pero algo más relajada—. Aquel chico que… ¡Claro que me acuerdo! ¡Estás tan cambiado! Pero… tú no vives aquí, ¿verdad?
  • ¡No, claro que no!
  • Sí, te recuerdo, hijo. Eras muy listo y muy meticuloso, las matemáticas no se te daban mal, pero eras demasiado tímido y fantasioso. ¿Has cambiado?
  • En lo esencial sigo igual de cuadriculado, pero los palos de la vida me hicieron perder la timidez.
  • ¡Ay Jesús! Los avatares se lleva lo mejor de este pueblo…! —se lamentó mientras escrutaba el envejecido rostro de Boris. Y de pronto añadió—: Lo que le hicieron a tu padre fue una canallada. Una canallada que este pueblo tendría que resarcir. Él hizo el bien… y le pagaron de aquella manera. ¿Vive aún?
  • No, murió trabajando igual que un esclavo, añorando el regreso que nunca llegó.
  • Fue una pena, hijo, una mala noche que todo el pueblo sufrió con vosotros… Y tú, ¿cómo estás? ¿A qué te dedicas?
  • Mamá, tenemos que regresar. Eusebio…
  • Perdona, Boris, es que nos esperan. ¿Vas a estar muchos días por aquí?
  • Posiblemente una semana.
  • Entonces ven a visitarme, será un placer charlar contigo más extensamente. ¿Sabes? Eras uno de mis mejores alumnos, yo te apreciaba bastante.
  • Mamá, no te enrolles, que no podemos esperar más —tiró de su madre y la puso de pie—. Perdone, Boris, es que tenemos mucha prisa.
  • Bien, bien, no se preocupen.
  • Hijo, ya no mando nada —diciendo esto, las chicas la tomaron por el brazo y siguieron bajando el camino—. No dejes de venir a verme, tenemos muchas cosas de qué hablar ¿Quedaste bien de aquel accidente? Quiero saberlo todo de ti, te espero.

El encuentro hizo rememorar a Boris sus años de colegio; aquellos maravillosos años en que aquella amable y excelente profesora creía firmemente en él. Y el fatídico accidente que cortó de cuajo su idílica historia de amor, y que por nada del mudo hubiese querido que nada ni nadie le hubiese recordado ese período de amarga desolación. Sería un día de gratos reencuentros y se esforzaba sólo por evocar los felices tiempos en que él era un pimpollo.

*      *      *

Doña Mercedes era una encantadora mujer. Buscó mi verdadera vocación y se afanó por extraer lo mejor de mí. Trató de meter en mi cabeza un cierto grado de responsabilidad y anheló que yo encontrase un camino donde emplear mis supuestas habilidades. Pero con dieciséis años el futuro lo veía extraordinariamente lejano, el colegio  público de la época, repetitivo hasta la saciedad y poco estimulante influyó definitivamente en mi posterior abandono y, además, creía que sería joven toda la vida… ¡Cuánto lo he lamentado! ¡Cuánto eché de menos  una mejor preparación! ¡Y lo intentó! ¡De veras que lo intentó!

Pero yo era un necio, un inmaduro, un ser contradictorio, que aún babeaba infantilismo.

En aquellos tiempos abandonábamos la escuela pública a los catorce años. Los padres interesados en continuar educando a sus hijos recurrían a ella o a los maestros don Antonio o don Alejo, que impartían clases privadas y preparaban para el ingreso al bachillerato. Pero a mí en junio me catearon, y aunque seguí con don Antonio y luego con don Alejo, fue inútil; en septiembre, ni me presenté.

Comprendiendo que ya con dieciséis años no obtendría de mí nada más productivo, mi padre, mi recto padre aprovechó la coyuntura y me colocó como aprendiz del ayudante del ayudante del operador de cabina del cinematógrafo, sin cobrar ni un céntimo.

Y para convencerme me dijo:

  • ¡Ese es un buen oficio, promete; con él tendrás un brillante futuro!

No hubo réplica, dominado, agaché la cabeza como tantas veces ante él y acepté la sentencia. Me presenté donde me dijo y comencé a aprender cómo manejar los elementos para el montaje de los rollos de filme.

En el año 1960 los aparatos de televisión instalados en el pueblo se contaban con los dedos de una mano. La calidad de la señal era muy pobre, los detractores eran muchos y nadie intuía que aquel novedoso y fascinante aparato se convertiría en lo que hoy es. Nadie, excepto el clarividente de don Agapito, anterior propietario del cinematógrafo, que astutamente vendió la sala, advirtiendo que aquel infame artilugio acabaría con todo.

Y don Lucio, un vehemente empresario de origen sevillano, chacinero y carnicero, al que le faltaban dos dedos de la mano izquierda, parte del anular y del meñique, por un corte de hacha, atraído, fascinado por las películas o quizás por el negocio que suponía por entonces las salas de cine, fue quien lo adquirió.

Medianamente alto, moderadamente delgado, con abundante pelo blanco, un refulgente colmillo de oro, un bigote extremadamente fino, parecido a una hilera de hormigas, y un extraño tic en el ojo izquierdo que se acentuaba cuando se enfadaba. Don Lucio, paternal y campechano, casado, con dos hijos y un perrito faldero, que su señora, doña Engracia, acostumbraba a llevar entre sus brazos, al principio, prometió grandes cambios. Anunció, que apostaría por el futuro colocando una pantalla más grande para programar las más novedosas producciones, instalaría los aparatos de proyección más modernos para evitar cortes, mejoraría la calidad del sonido y cambiaría los asientos, que por entonces eran de madera.

Cuando tomó posesión, pintó la fachada, desinfectó la sala y las butacas, alicató los baños, dispuso nuevos urinarios. Y para congraciarse con nosotros, los empleados, tuvo el noble gesto de aumentarnos el sueldo; a mí, diez duros a la semana.

Instaló, además, un enorme altavoz de trompeta en el exterior, un tocadiscos y un micrófono en la cabina, con el propósito de atraer al público con música y así anunciar, a viva voz, la película del día. En el vestíbulo grapó numerosos y atractivos carteles de famosísimas películas: “Lo que el viento se llevó” “Sinuhé el egipcio” “Trapecio” “El hombre tranquilo” “La tentación vive arriba” “Con la muerte en los talones” “Vértigo” “Río Bravo” “Ben-Hur” y “Los diez mandamientos” entre otras muchas.

Y en el centro de la pared de su despacho colgó un enorme retrato de José Antonio Primo de Rivera y, a los lados, con marcos algo más pequeños a Francisco Franco, al Papa Pío XII y la Virgen Macarena. En el rincón de la izquierda la bandera negra y roja de la Falange, a la derecha, la enseña fascista nacional. Sobre la mesa dos fotografías de sus hijos, una de su mujer, otra del perrito faldero, otra de un varón medio descolorida, que según se decía era de su padre, y un crucifijo de metal sobre un pedestal de mármol.

Con ello dejaba claro cuáles eran sus ideales; sus inclinaciones políticas y religiosas.

Por aquellos años, cada día de la semana se proyectaba una película distinta: las mediocres de lunes a jueves; las de éxito, que no siempre eran buenas, los viernes, sábados y domingos. Como la sala se llenaba en cada velada, el nuevo empresario amplió las sesiones, los fines de semana.

Los programas matinales eran, por supuesto, después de la misa; alrededor de las once. Con una asistencia, mayoritariamente infantil, las pelis solían ser de humor, acción o aventuras, Por supuesto, autorizadas para todas las edades. Para estimular la asistencia, con la entrada sorteaba pelotas de goma, caballos de cartón, muñecas de trapo o juegos reunidos.

Con un público fiel, pues no existía en el pueblo mejor diversión, durante los dos primeros años, don Lucio, capaz de lo bueno y lo malo, explotó la sala al máximo relegando sus propias promesas: encareció el precio de las entradas, se olvidó de renovar los asientos, el sonido continuó siendo un desastre, las películas maravillosas que juró proyectar nunca llegaban, y la instalación de la pantalla grande y la doble máquina de proyección que evitaría los cortes de cinco minutos para cambiar las bobinas, se postergaron. Con esas decisiones, mostró su verdadera personalidad, su desmesurado egoísmo.

Por aquellos años, la mayoría de las películas eran rodadas en color, sin embargo, don Lucio se empeñaba en maquillar el mundo, su mundo, en blanco y negro. Alquilaba cine barato de serie B para un público facilón y escaso de criterio: folklóricas, históricas, dramáticas, comedias made in Spain, mejicanas de Cantinflas o Jorge Negrete, westerns americanos, aventuras de Tarzán, comedias de humor (Charlot, el Gordo y el Flaco), de corsarios, piratas y policías, vampiros, fantasmas y momias. Y toda la serie de cintas de amoríos, frustrados o no, para llorar, reír, suspirar, emocionarse, ser valiente, enamorarse de la belleza de las artistas o sufrir de miedo. El Nodo, noticiario exclusivo de propaganda política del régimen, abría todas las sesiones. Luego, una o dos veces por semana proyectaba las que ensalzaban los valores cristianos, la victoria en la reciente guerra, así como sus héroes y sus mártires.

Ahora, a mis años, con la distancia del tiempo, recuerdo todo aquello y sé que don Lucio trató de salvaguardar sus ideales patrios con la severidad equivocada y paternalista de un hermano mayor. Con todo, por aquella época éramos tan inocentes, tan ingenuos que todas esas cintas, comedias y dramas inolvidables, tenían un sentido para él, y un especial valor sentimental para mí. Sobre todo las españolas. Son el pasado, mi juventud. ¿Cómo olvidarlas? ¿Cómo desdeñar a tantos actores y actrices? ¿Cómo no evocar “Calabuch”, “el Pisito”, “Plácido”, “Muerte de un ciclista”, “Atraco a las tres”, “Novio a la vista”, “Historias de la radio”, y toda la serie de Berlanga que tanto éxito tenían? ¿Cómo dejarlas a un lado, cómo no hacer memoria de tantos ratos de buen entretenimiento?

Pasado algún tiempo me sentía feliz, don Lucio me trataba bien, veía gratis todas las películas y presumía con los amigos de conocer los finales antes que nadie.

Recuerdo que entre las latas de película se incluía una cartulina de color azulino donde los censores reseñaban las escenas “a guillotinar”. Durante el montaje o unión de los rollos, para evitar que los descansos fuesen largos, pacientemente buscábamos los puntos señalados, pero en el noventa por ciento de los casos las cintas eran viejas, habían sido proyectadas miles de veces y éstas habían desaparecido.

Y para indignación de los espectadores, en aquel cine ocurría de todo un poco: a veces se cambiaba la secuencia natural de los rollos colocándose el final en el intermedio, o el principio en el fin. En otras ocasiones, faltaba algún carrete y los saltos en el ritmo eran enormes. De tarde en tarde, también sucedía que se invertía la cinta y la banda sonora se ausentaba. En fin, un folletín que volvía locos a los asistentes que salían de la sala protestando y culpando al equipo de arriba, no sin cierta razón.

También pasaba cuando, por orden de la superioridad eclesiástica, poníamos las manos ante el objetivo durante los castos besos o en las escenas más picantes. Las protestas del público se hacían notar y desde la cabina oíamos los disonantes silbidos y los estruendosos pataleos provenientes de la sala. Otras veces, las películas se rompían o ardían debido a que, en muchos casos, eran cintas demasiados antiguas, frágiles y reveladas en nitrato de celulosa, compuesto químico altamente inflamable, y el escándalo volvía a repetirse.

Si bien se disculpaba con el público por aquellos fallos, después nos echaba la bronca gritando. En realidad a don Lucio todo eso le traía sin cuidado ¡La taquilla es lo importante! repetía frecuentemente. En el pueblo no existía otra distracción y el público debía aguantar aquellos “avatares involuntarios”, como él los llamaba.

Se las prometía felices. Pensaba que su negocio era un chollo inacabable. Sin embargo, un día apareció aquella familia y todo cambió para siempre. El enfado de don Lucio, en lucha por la supremacía, cabalgó por los senderos de la burocracia franquista, armó un gran escándalo y lo que en principio iba a durar tan solo una semana, para mi suerte, se prolongó dos meses.

Esa circunstancia inesperada desencadenó una serie de insólitas casualidades que marcarían un antes y un después en el pueblo, que la gente nunca olvidaría.

*      *      *

  • Perdonen que a veces me extienda con excesivos datos ¡Sucedieron tantas cosas! ¡Un poco más! ¡En el próximo rellano proseguiré mi historia! —dijo Boris afrontando un nuevo trecho.

Sin duda, era un confuso día de sensaciones intensas. Lo primero que había hecho cuando llegó al pueblo a primera hora de la mañana había sido tomar el camino a la ermita solo. Su mujer, su hija y su futuro yerno tenían muchas cosas que hacer y no podían acompañarlo.

Boris no era creyente, pero visitar la capilla de la Virgen de su pueblo era una especie de cortesía obligatoria que todo hijo de la villa realizaba voluntariamente, como una promesa o un deber impuesto por la tradición a cualquiera que regresaba tras un periodo de ausencia, por corto que este fuera. Y él hacía cuarenta años que no subía.

  • ¡Uffffff! ¡Inspiro algo de aire y continúo con vosotros! —Boris suspiró profundamente y se restregó la frente con un pañuelo.

Miró el paisaje y prosiguió su narración.

*      *      *

Con aquella edad, la vestimenta era de vital importancia, y ya no permitía que mi madre me la comprara. Los politos, las camisas de flores, los pantalones de tubo y los vaqueros eran la moda. Montar en moto, aunque fuese de paquete, era vacilar.

A través de una vieja radio me atrapó la música moderna. Un amigo, tan desgarbado como yo, me enseñó a bailar mis primeros pasos: uno dos, uno dos, tres. Pero la inseguridad en él, unida a la timidez propia de la edad o a la torpeza mecánica de mis movimientos, hicieron que en los primeros guateques a los que asistí me dedicase a pinchar los discos –o las placas, como así se denominaban los vinilos por aquel entonces– para no afrontar la vergüenza que sentía. Ingenuamente creía que, de esa manera, mi estima quedaría a salvo frente a las chicas. Lo que en realidad era miedo, lo revestía de tontas excusas.

Sin embargo, en mi interior imperaba el desconsuelo, pues, en la distancia, mis ardores imberbes y mis miradas furtivas contemplaban sus sensuales curvas, sus insinuantes y disimuladas risitas, sus carmíneos labios y sus “pluscuamperfectos” contoneos, aumentando “superlativamente” mi desolación.

El simple percance de rozarlas fortuitamente me ruborizaba, y sólo el pensar en bailar con ellas, me turbaba. Así pues, hablarles mirándoles de frente a los ojos era un horizonte infinito e inalcanzable que me tenía vetado a mí mismo. Sufría lo indecible por ser incapaz de vencer aquella cobardía adolescente. Bordeaba los deseos lascivos meciéndome en la cuerda de la represión y de las prohibiciones clericales.

Todo aquello sucedió en la época de los guateques, en los tiempos en que una “Plaga” invadió nuestros corazones, quisimos a una tal “Popotitos” y gracias al “Rock del reloj” casi nos encierran con el “Rock de la cárcel”. Cuando la música inocente cantaba a los “Quince años” o a “Todos los chicos y chicas”; en los años que nos incitaba a “Estremecerse”; el periodo en que algunas puritanas se escandalizaban con la letra del “Bésame mucho”. El verano que detrás de una “Puerta verde” había una fiesta a la que nadie logró asistir o aquel en que una “Marcianita” enamoraba al cantante Billy Cafaro. Tiempo de evolución en el cual quedaron atrás los boleros de Antonio Machín, Bonet de Sampedro o Jorge Sepúlveda y toda la música rancia y folclórica, que cantaban a las penas, a las ausencias, a las traiciones o a los frustrados amoríos.

Los Pick-up o tocadiscos se trasladaban de casa en casa portándolos debajo del brazo y cada joven aportaba sus propias placas. Conseguir que nuestras madres nos dejasen los patios o las terrazas para bailar era harto difícil, aunque se le rogase de rodillas. Enfadados, intentábamos lograr que entendiesen nuestros ardores juveniles y los deseos de desfogar nuestros instintos, sobre todo marcar una diferencia para romper con el pasado triste de la posguerra e imponer nuestros propios criterios.

“¡Éramos tan jóvenes!”, tan ingenuos, que pensábamos que el paraíso estaba en América. Que con el pelo largo, las motos y los coches ligaríamos más o que después de comer perdices se hallaba la felicidad. En fin. Ilusión, juventud, sueños e inocencia.

Ahora, desde la distancia, todo aquello me parece cómico. Sin embargo, por aquel entonces, en este pueblo al que hoy, tras mucho tiempo, he regresado, ni yo ni la mayoría de mis amigos éramos demasiado felices. Tampoco lo contrario. Reíamos cuando teníamos que reír, sufríamos con la distancia que nos marcaban las chicas y soñábamos con volar por esos lejanos mundos, conduciendo aquellos descapotables americanos que las películas propagandísticas made in Usa tan descaradamente nos mostraban.

La música y los filmes extranjeros se adentraban con paso firme en el país, rivalizando por hacerse un hueco en nuestras vidas en detrimento del teatro y el folklore nacional. El orden establecido y el conservadurismo recalcitrante, al parecer, se sentían provocados por ello.

Nos habían instruido machaconamente acerca de lo que era la monarquía, el Movimiento Nacional y sus “héroes”. Nos adoctrinaron con los valores de la Falange, la Iglesia y los conceptos cristianos, pero desconocíamos sus miserias o sus limitaciones, los últimos hechos del pasado o el por qué de la reciente guerra. Ignorábamos en qué consistían la democracia y la república, que existiesen sindicatos u organizaciones obreras. Nos ocultaron por qué nos daban la espalda la mayoría de los países, por qué se instalaron los yankees en nuestro país o por qué atentaba la ETA. Nos dijeron que nuestra nación era la más avanzada del mundo y nosotros lo creímos. Nos aseguraron que en deporte éramos los mejores y llorábamos cuando perdíamos.

Acusando a la libertad, hostigaron y cargaron contra los estudiantes en las universidades. Por el Contubernio de Munich recriminaron y tacharon a los partidos políticos y a sus dirigentes de desestabilizadores. Reprimieron violentamente manifestaciones y huelgas, tan presentes por aquel entonces, y prohibieron el derecho de reunión. Mentira tras mentira que los ingenuos jóvenes nos tragábamos porque no existía información veraz. La prensa y la radio estaban manipuladas. La única educación política que recibíamos era la “Formación del Espíritu Nacional”.

Fueron años inciertos en los que la lucha de los viejos antagonismos surgía de la oscuridad: los déspotas reprimían a los humildes, el gobierno disimulaba la corrupción, la tradición frenaba la apertura, la censura frustraba la cultura, la imaginación se hallaba bajo sospecha y la burocracia impedía el desarrollo. El sistema y la jerarquía eclesiástica lidiaban contra el mundo.

*      *      *

  • Perdonen, pero voy a continuar subiendo. Después les sigo contando —dijo de pronto Boris antes de afrontar otra empinada etapa.

Mientras subía por aquel empedrado, los huesos de los pies y los músculos gemelos de las piernas protestaban con pequeños dolores. Sudores fríos recorrían sus dorsales y riñones, haciéndole notar cierto ahogo que él atribuía al largo periodo en que fue un contumaz fumador.

Recordaba que, de joven, accedía a la ermita tan rápido como una centella, bien a través del camino, bien a través de la trocha. Pero a la vez entendía que los años habían pasado, que la edad cobraba su tributo natural y que no permitía ciertos excesos, como el que él estaba acometiendo.

Boris se detuvo, miró al cielo y con pasos cortos e inseguros abandonó la calzada de piedras acercándose a un precipicio situado muy cerca. Allí contempló otra vez el paisaje: el río donde se bañaba de pequeño, los campos de limoneros que inundaban la extensa vega y una nueva barriada que él desconocía. Se limpió la frente como antes, tosió con fuerzas para desatascar sus pulmones y de nuevo comenzó su narración.

*      *      *

Desde el parvulario, Rafa, Alejo y yo éramos inseparables, los más unidos del grupo. Aunque andábamos siempre juntos, nos relacionábamos también con Pepe, aquel apasionado jugador de fútbol, con los hermanos Benítez Orejuela, Pepe Luís, Andrés, Ramón, y otro por el que no sentíamos especial simpatía; un niño rico, un plasta cuyo nombre he olvidado porque hacía bromas pesadas que sólo él reía.

Era nuestra pandilla desde el colegio, los componentes de una cuadrilla que poco a poco se disgregaba en función del trabajo, de las novias o de la emigración.

Rafa, flacucho, moreno y de ojos vivarachos, tenía una gran ventaja para nosotros: debido a la mercería, caía bien y se relacionaba con casi todas las mujeres del pueblo. De carácter alegre, simpático y dicharachero, degustaba la vida con ilusión y fantasía, anhelaba recorrer el mundo y, de haber nacido en una gran capital, habría sido un excelente relaciones públicas o un gran actor de teatro. Bailar era su pasión, organizaba fiestas y guateques, a los que acudían muchísimas chicas, y donde él se exhibía marcando los nuevos ritmos que aprendía con cierta facilidad. Y nosotros, aprovechábamos esa circunstancia para acercarnos a ellas, al contar con su amistad.

Alejo, que su nombre real era Pepe, pero que todo el mundo lo llamaba así para identificarlo como hijo de su padre, que así fue bautizado, era inteligente, guapo y prudente. De un ondulado pelo castaño y ojos azules y soñadores, era de risa fácil, bien agradecido y colaborador con todo lo que se le pedía. Gustaba a las chicas, pero debido a su timidez ligaba más bien poco. Como hijo de un agricultor que poseía varias hectáreas de cultivo, tuvo que aprender a labrar la tierra desde muy joven. Y a él le encantaba. En mi patio, montamos entre los dos, una granja con dos parejas de conejos que pronto se murieron y sembramos semillas de champiñones, compradas por correo, entre los excrementos del tinado de sus burros, que nunca brotaron. Lo suyo era el campo, lo mío no, él gozaba hablando de sus naranjos, de sus limoneros, de sus mandarinas o de sus tomateras. No aspiraba a más. Con aquello se sentía realizado. En realidad creo que nunca le interesó aprender a bailar. La primera chica a la que se acercó se la echó por novia. Pronto se casó con ella y pronto lo hizo padre.

Pepe era un muchacho larguirucho y extravagante, de pelo moreno y rizado, algo gafe e inseguro de sí mismo. Además de buen futbolista, Pepe era otra cosa. ¿Cómo decirlo? Pepe era… Pepe. Infiel por naturaleza, iba y venía; aparecía, desaparecía, estaba y no estaba, y no se sabía bien si era o no era un amigo verdadero. Lo suyo era el fútbol y no la amistad. Nunca se lo aclaramos, nunca se lo exigimos, ni tampoco hizo falta. Para nosotros él tenía otra ventaja: poseía un Picuo (Pick-up), muchos discos y era fácil convencerle para que lo llevase a los guateques. Le gustaba la música y a pesar de ser muy patoso, le encantaba bailar. Eso sí, casi siempre lo hacía con una de sus hermanas.

Diego y Juan eran muy vitalistas, José Luís pesimista y negativo, Andrés un ingenuo y Ramón un chistoso. Los cuatro eran como vagonetas, se dejaban arrastrar por nosotros tres y colaboraban sin armar ruido ni discordancias. Eran como los gregarios en las carreras de bicicletas: ni ganan, ni pierden, sólo participan. Tal vez creían que de otra forma no podrían asistir a las fiestas, ni bailar, ni alternar con las chicas.

*      *      *

  • Sí, he de reconocer que soy unos de esos amantes del pasado — se lamentó. Y con una nostálgica sonrisa, Boris encaró el último tramo del camino. Una vez arriba, dedicó unos segundos a reponerse, a tomar aire.
  • ¡Por fin he llegado! Entro, veo a la Virgen y a la vuelta prosigo. Perdón, es que me encuentro algo fatigado.

Boris entró a la ermita.

La tortuosa pendiente de piedras le resultó ardua para su edad. Durante la subida Boris había rememorado sus años de pubertad y se había encontrado a su antigua profesora. Había divisado la azotea de su amigo Rafa, lo que le recordó una fascinante velada bajo un manto de estrellas. Evocó olores, los bailes, algunos amigos y la aventura de su primer amor. Ahora una vez culminado el ascenso, aún no tenía claro qué iba a contar tras visitar el santuario durante el camino de vuelta al pueblo.

Con aproximadamente tres mil quinientos habitantes, la localidad en cuestión podría situarse en cualquier rincón de este país. Su gente, hasta varias generaciones después de la guerra, se mantenía laborando las tierras de los caprichosos señoritos. Eran años duros, y aunque muchos lo soportaron, otras familias tomaron el camino de la emigración como única salida al hambre que entristecía sus vidas.

Apostada en el declive de una montaña, era cruzada de este a oeste por sólo tres calles: la de Arriba, la de Enmedio y la de Abajo. Mirando al norte, una fértil vega de cítricos bañada por un importante río y, al fondo, como frontera, las vías del ferrocarril. Al oeste, el cementerio, y al este, a escasos kilómetros, una barriada próspera que emerge por la estación del ferrocarril. Al sur, presidiendo el cerro, como para bendecirlo o resguardarlo de infernales augurios, una blanca ermita adornada en su interior con ricos paramentos: un altar, siempre engalanado con bordados en oro y plata, paños de fino encaje, ramos de flores frescas, una cruz y candelabros de cera permanentemente encendidos. Todas sus paredes estaban repletas de exvotos, vestigios de promesas cumplidas, o quién sabe si incumplidas tal vez. Al frente, en un pequeño camarín acristalado, una Virgen popularmente milagrera, entronizada en un templete de plata, principal atractivo turístico y fervoroso talismán de la comarca.

Boris tardó unos veinte minutos en salir de la ermita. Luego se asomó al mirador, respiró muy hondo y comenzó a discurrir.

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En ese pequeño conjunto de encaladas casas, de herrumbrosos tejados y de calles empedradas que ahora contemplo, en esta contradictoria localidad que se mueve en extremos de forma pendular, dividida quizás entre altaneros vencedores y sigilosos vencidos, el tiempo ha transcurrido despacio, es decir, ha progresado lo justo. Los sucesivos alcaldes de la democracia, más que reanimarlo, parece que han frenado el avance que merecería, por lo que aún hoy acumula un notable atraso cultural; los jóvenes que cursan estudios universitarios aún son insuficientes.

Percibo que las cosas siguen hoy igual. De noche continúa siendo oscuro y taciturno como por aquella época. Entonces, la guerra incivil había castigado el lugar cruelmente y se hallaba inmerso en las tradiciones más austeras.

De día los viejos pululaban por las calles, a verlas venir, o charlaban de las cosechas tomando el sol por las esquinas para aligerar sus dolores de huesos. Los hombres laboraban el campo desde la aurora al ocaso cuando el amo les concedía trabajo. Si no, se morían de asco en las tabernas o rebuscaban en los sembrados ya cosechados los frutos desechados para llevar algo al hogar.

Las mujeres, calificadas por el régimen de “intelectualmente débiles”, estaban entregadas al servicio de los hombres; vetadas para salir, condenadas a criar a los hijos, dedicadas por entero a las tareas del hogar, sin más perspectiva que la vejez y la muerte.

Era un horizonte gris y descorazonador que sólo la juventud nacida en la posguerra podría cambiar. Una adolescencia atrevida, que lejos de revanchas ya iniciaba esa transformación divulgando una música nueva, alegre y atrevida. Florecientes ritmos y modernos bailes importados de lejos que, tras la segunda guerra mundial, hacían vislumbrar una revolución emergente, una esperanza, un futuro, un nuevo hacer que los viejos repudiaban, imaginando en sus retorcidas mentes que se trataba de una nueva subversión.

Pero ese devenir sería imparable. Obviando a los agoreros, la gente joven lo asumió con naturalidad y, unidos en pandillas, con descaro y con valentía, asentaron los cimientos de un nuevo país.

No obstante, el camino sería largo y no siempre sencillo, pues al igual que los buitres del tajo que revoloteaban por el pueblo, eternamente al acecho, los vencedores de la guerra se ensañaron con los débiles y pusieron zancadillas, retrasando muchos años la evolución.

Todo comenzó a raíz de un insólito suceso que la gente quizás haya olvidado, hecho que, incómodo, a veces creo que sólo yo recuerdo. Página épica que entre la primavera y el verano de 1962 este pueblo escribió y que, de no ser por esos mismos buitres carroñeros que la borraron, habría quedado inscrita, para siempre, en los anuarios de la historia de esta villa que desde aquí diviso.

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Boris miró su reloj de muñeca y zarandeó la cabeza.

  • Lo siento, se hace tarde. He de bajar cuanto antes, me esperan y no puedo faltar, así que tengan paciencia conmigo.

Boris inició el descenso y no se detuvo en el resto del camino.

Una vez en el pueblo, tenía una cita ineludible: el reencuentro con los viejos amigos a los que hacía cuarenta años que no veía.

Nada más encontrarse, los tres se fusionaron en un fuerte abrazo. Alguno soltó una lagrimilla y mirándose de arriba abajo descubrieron y bromearon con los cambios físicos que el tiempo les había provocado.

Realmente los tres ansiaban aquella reunión. Se alegraban de sentirse cerca de nuevo y tomar unas cervezas, para reír evocando sus pimpollos pasados.

Boris se percató pronto de que, en lo básico, no habían cambiado; seguían siendo buenas personas, el cariño era el mismo de siempre. La personalidad de cada uno de ellos no difería en absoluto de lo que él recordaba y le agradaba que siguieran tal cual.

Tomando cañas en el patio del bar, bromeando y trayendo a la memoria los buenos ratos de la juventud, estuvieron dos largas horas. Con la ilusión de continuar juntos más tiempo, Boris, se lanzó y los convidó a almorzar en un restaurante. Pero Rafa no lo permitió, al parecer lo tenía todo previsto; argumentó que Reme, su mujer, tendría la comida preparada para todos. Y tanto ella como su tocaya Remedios, la esposa de Alejo, aguardaban en su casa para comer los tres matrimonios. Así era Rafa, desprendido, imprevisible, organizador.

A la hora de pagar surgió una pequeña rivalidad. Boris insistió en abonar la cuenta, pero con la excusa “¡Estás en mi territorio!”, Alejo se adelantó y le fue imposible invitar. Boris se sintió levemente embaucado y prometió que en la próxima no escaparían.

En el patio de Rafa comieron un potaje de acelgas, del que todos repitieron, de antología. La carne estaba exquisita. El tocino y la morcilla, increíbles. De postre se sirvió una leche frita que quitaba el sentido y, para finalizar, se tomaron unos chupitos de licor de avellanas que les supo a gloria. Las alabanzas de Boris, Alejo y de sus mujeres fueron reiteradas. Reme se sintió orgullosa de su buen hacer y prometió que otro día guisaría unos callos que le salían insuperables.

En un momento dado, alegando unas últimas gestiones con los futuros casados, la esposa de Boris anunció que tenían que despedirse. Antes de marchar, se disculparon y él quiso citarse para la noche, pues según preveía acabarían pronto, sobre las diez.

Sin embargo, para su sorpresa, sus amigos se miraron con cierto nerviosismo, como ocultando algo, y rehusaron arguyendo que tenía otros deberes que hacer.

A Boris le desconcertó aquella misteriosa respuesta, más que nada por inesperada. Hacía tantos años que no se reunían, que le chocó que ellos no sintieran lo mismo que él. No obstante, la aceptó de buen grado. Quedaron en verse en la celebración de la boda y con un abrazo se despidieron, hasta la mañana siguiente a las doce, hora del enlace.

Por la tarde, Boris, su mujer y los novios se reunieron con el cura, ensayaron con él algunos pasajes y acabaron de perfilar el solemne acto. A continuación acudieron al salón de celebraciones para probar el menú previsto y atar los últimos elementos del convite. Esperaban numerosos invitados y no querían dejar ningún detalle a la improvisación.

Con todo, Boris acabó demasiado tarde y apenas tuvo tiempo ni de pensar en continuar con su narración.

Esa noche apenas durmió. Su mujer se hallaba demasiado excitada y se levantó un sinnúmero de veces para revisar, una y otra vez, la larga lista de detalles, quehaceres y enseres, mil veces remirada y repasada.

Tantos preparativos coartaban el espíritu de Boris. Como era el padrino, le avergonzaba ser el centro de las miradas de tanta gente conocida y desconocida. Iluso y dubitativo como siempre, ignoraba que el punto de mira del pueblo estaría dirigido hacia su hija y a su esposa, hacia los invitados, sus vestidos y sus peinados, pero nunca, nunca hacia él.