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El secreto de aquel teatrillo ambulante – de Francisco Campos Rojo

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Sinopsis

En la posguerra española, un clan familiar compuesto por tres generaciones diferentes, deambula de pueblo en pueblo portando en una vieja tartana su medio de vida: una carpa para representar obras de teatro. Cada cual en esa familia tiene un dramático pasado, sobre todo el jefe del grupo, Cesáreo, y su mujer, Águeda, profesores universitarios represaliados por el franquismo por su adscripción a la República durante la Guerra Civil.
Viajan con una secreta finalidad: la búsqueda de su hija pequeña, desaparecida en un hospicio religioso donde todas sus niñas fueron ingresadas tras ser ellos encarcelados. Saben que fue entregada a una familia andaluza, pero desconocen su exacto paradero, en qué estado se encuentra, su nombre actual o incluso si aún vive.

Buscando un milagro, en la primavera de 1962 arriban en un pequeño municipio del sur, donde pronto se ganan el corazón de sus habitantes. Allí se enlazan tres historias que tendrán desiguales desenlaces. Todo sucederá en unos escasos dos meses, el tiempo que el teatro logrará permanecer en el pueblo mientras son acosados por sus antagonistas: el propietario del cine y sus secuaces.

Cesáreo se integra con los jerarcas del pueblo: el cura, el médico, el sargento de la Guardia Civil y el alcalde. Entre reñidas partidas de dominó intiman… hasta que todo se rompe.

Su esposa, Águeda, y sus hijas, Claudia, Herminia y Amparo, participan de la vida diaria de la gente. Una de ellas, Claudia, es invitada a dar clases de piano a un chico. A partir de entonces, las cuatro urdirán un sutil e interesante plan.

 Además de los maridos de las tres hermanas, con el clan familiar viaja también un matrimonio, Hipólito y Margarita, que se hacen cargo de Hilario, el único hijo varón vivo de Cesáreo y Águeda. El joven, voluntario de la “Quinta del biberón”, quedó perturbado tras un bombardeo mientras luchaba en la guerra, y el matrimonio lo considera como un hijo propio porque lo acogieron durante muchos años tras la contienda. Ellos juegan un papel determinante en la historia.

Los más jóvenes, Ernesto, Adrián y Eligia entran en contacto con una pandilla de inquietos muchachos; la nueva generación de españoles nacidos en la posguerra. Organizan guateques, visten a la moda, cuidan sus peinados, y la nueva música, el rock and roll, es su pasión. Eligia, la nieta preferida de Cesáreo y Águeda, se enamora de un joven del pueblo con el que vivirá un tierno y apasionante romance. Aquel chico, Boris, es el narrador que cuenta la historia, muchos años después de que todo hubiera acabado, cuando regresa a su pueblo tras largo tiempo de ausencia.

Una novela llena de simbolismos: las malvasías, las cigüeñas, los buitres y los grajos. Una terraza, una aromática planta, los guateques y la música de los sesenta. El cine contra el teatro, el dominó y sus rencillas, el pueblo, su épica, la noche del fin de los malos espíritus… y sobrevolándolo todo, los actores y la magia del teatro. 

Pero además, también es un viaje a lo imposible, al tiempo que todo lo cambia, y la lucha entre lo viejo y lo nuevo, entre lo nuevo y lo viejo, y el edificio al que hay que darle una mano de pintura para que todo siga igual aunque por dentro se desmorone. Es una ironía acerca de la indolencia y el olvido, sobre la incapacidad de la gente para mantener en la memoria hechos luctuosos que normalmente les agravian.

Una trama donde florecen la realidad y los sueños, la verdad y la mentira, los celos, las pasiones, el egoísmo y la codicia, la envidia, el desarraigo, los conflictos generacionales, las reglas de la dictadura, la eterna ambición de libertad, el ensalzamiento del falso héroe, la humillación, desolación y desdicha del derrotado. y, cómo no, el amor.

Le enganchará desde el principio, sentirá la pasión y el sufrimiento de sus personajes, se enamorará de la historia y la disfrutará hasta el mismísimo final.

Fragmento

Al contrario que los astrólogos, no me aventuro a presagiar si las confluencias de las estrellas, el sol, la luna o los planetas ejercen sobre las personas la buena o mala fortuna, o si la naturaleza proyecta sus extrañas fuerzas sobre ciertos lugares, con la intención de desviar su destino.

No lo sé.

Lo que sí intuyo es que algo debió de sobrevolar aquel pequeño pueblo del sur, donde nací y correteé, en aquel corto espacio de tiempo de mi juventud, época de mi vida en la que comenzaba a fantasear con ideales e imprecisos sueños.

Ocurrió aquel año, el año de las malvasías, el mismo en que tras un larguísimo periodo ausentes, regresaron las cigüeñas misteriosamente; en la primavera en que la afectuosa madre de mi amigo Rafa, siempre de luto, consiguiera por fin que germinara su ansiado y delicado caracol real, una especie de planta trepadora de bellas flores caracoleadas, blancas y violáceas, que desprendían un suave, dulzón y embriagador aroma que inundaba la azotea donde viví preciosos momentos y que emborrachó mis sentidos, enamorándome locamente de aquella preciosa chica llamada Eligia.

Han pasado muchos años y la terraza que diviso desde este altozano evocador difiere bastante de mis idealizados recuerdos. En ella se exhiben ahora ladrillos apilados, tejas, persianas de plástico enrolladas y varios muebles viejos, quizás hinchados por el agua de la lluvia. Las frescas macetas han desaparecido, junto a aquella planta que tanto me inspiró.

Jamás he vuelto a respirarla y, pese a ello, su encantador y persistente perfume aún impregna mi mente. Del mismo modo se mantienen lozanos en mi pensamiento los hechos que rodearon el angustioso final de mi enamoramiento juvenil en aquella maravillosa e inolvidable primavera.