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La extraña partida (Relato corto completo)

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La extraña partida

¡Pese a todo, no pararé hasta vencerlos! ¿Lo lograré? ¿Lograré acabar esta endemoniada partida? Ufff… La cabeza me da vueltas, me siento mareado, algo confuso… agotado. La vista se me nubla, desdobla imágenes, sombras, figuras. La elasticidad de los tendones de mis manos y mis dedos comienza a ser inoperante. Los reflejos musculares, apenas ya intuitivos, fallan, duelen, hormiguean… El reloj digital de mi ordenador marca las 3,17h AM. Es la tercera noche en vela. Con tal de derrotarme, con tal de someterme, hasta serían capaces de invadir el sistema, mi brazo, mi cuerpo, mi mente, el dormitorio, la casa… ¡Toma! ¡Toma! ¡Revienta! Las naves alienígenas tratan de escapar a mis disparos, a mis descargas, y oscilan, huyen o zigzaguean tratando de escapar de mí metralla. Como rayos cruzan la pantalla de lado a lado, arriba o abajo, o de forma diagonal pretendiendo invadirme, pero como un valiente guerrero consigo cazarlas todavía con cierta destreza… ¡Explota maldita bestia! ¡Toma, muere, cae!

Ja, ja, ja… Tras un intercambio de disparos, logro eliminar a otra de sus aeronaves nodrizas, después he aniquilado a otro de sus más insignes dirigentes intergalácticos y, con cada muerte, con cada extinción una leve sonrisa de pequeño placer surge de mis labios bruñidos por mi lengua. Son peligrosos, muy peligrosos, pero gracias a que lucho contra ellos con los diez dedos de mis manos que, como metralletas, disparan municiones explosivas, logro retenerlos. Del teclado salto al joystick, de éste al ratón… son mis poderosas armas. ¿Qué sucede? ¿Qué error he cometido? Las fuerzas me flaquean, lo sé, pero si cliqueo con mi dedo índice sobre el ratón y los cinco de mi mano izquierda sobre los pulsadores, logro anularlos, matarlos… ¿O no? Este, ese canalla casi se me escapa. No, no solo debo estar pendiente de esos repugnantes seres que aparecen de repente, sino de destruir también sus pequeñas naves invasoras, que como hormigas amenazadas aparecen por miles ante mis ojos lacrimosos.

Mi corazón palpita acelerado, sudo sangre, noto su sabor. Miro el reloj, marca las 5,00h AM. No hace frío, pero afuera llueve. Mis números suman y suman… son doce millones quinientos tres mil. ¡Pero aún no he superado el record! ¿Qué me sucede? ¡No! El dedo índice de mi mano, el que pulsa el ratón, no me obedece. Parece salirle un extraño vello. ¿Serán mis ojos que comienzan a ven alucinaciones o es mi sangre que me ha envenenado? La pantalla se ha tornado blanca y negra, las imágenes saltan a trompicones, y el teclado se aleja y aleja como si lo viese a través de unos prismáticos del revés… ¡No! Las uñas se alargan… los dedos de mi mano derecha se contraen. ¡Santo cielo! ¿Qué es esto? ¿Me abordan? ¿Penetran en mi cuerpo? ¿Se ha escapado alguno quizás? ¡Dispara! ¡Dispara! ¡Ta, ta, ta, ta…! Mi sillón, gira, traquetea, se estremece, como si estuviese bajo el influjo de un terremoto…

¡Qué horror! ¡Qué horror! Temblando, con el corazón palpitante, aparto la mano derecha que no me obedece, agarro el ratón con la izquierda, aún ágil, y consigo eliminar al amorfo engendro que trataba de inocular su veneno en mi torrente sanguíneo. Me tomo un breve respiro, pero advierto que las naves continúan convirtiéndose en pequeños demonios que luchan contra mí y no puedo permitirme siquiera un pequeño descanso, sino tratar de detener la ofensiva. Sudo, las gotas de sudor resbalan por mis mejillas, nublan mi vista, entran en mi boca, bajan por la barbilla, escupo… Me limpio con la manga de mí camisa, luego, trato de pulsar algún botón con cada uno de mis dedos: anular, corazón, meñique, incluso el pulgar, y disparo sin ton ni son para frenar la frecuencia de esos temibles seres verdosos que, de no interceptarlos, me harían tanto daño y… ¡Toma! ¡Muere! Mi piel está fría, mi cuerpo se estremece, tirita, se siente convulso, excitado. Cierro mis angustiados ojos unos segundos, necesito descansar, parpadear, permanecer activo para evitar esas abrumadoras alucinaciones, esos irreales espejismos; esos extraños seres que engañan mi mente, que me atormentan, que amenazan con penetrar en mi boca, en mi estómago, en mis vísceras, en mi… ¡Oh, mi mano!

¡Oh, no! Mi mano derecha se constriñe, los dedos se retuercen convirtiéndose en negras garras de pantera… Horrorizado miro a la izquierda y, esta otra, parece mutar hasta contar diez largos dedos gelatinosos, parecidos a piel de murciélago. De mi garganta surge un leve dolor que poco a poco se intensifica tanto, que ni siquiera puedo pronunciar una vocal sin que me arda. Mis orejas se ensanchan y alargan, mis dientes se prolongan, las muelas se engrandecen. Como estruendosas tuneladoras, nuevos y anormales incisivos se abren paso desmesurados, a través de la mandíbula inflamando mi boca y labios. De mi barba y mejillas surge un pelaje blanco, salvaje y fuerte, que se desarrolla hasta un largo impreciso. Una desagradable flema de sabor agrio y color parduzco, fluye asqueroso de las mucosas de mi laringe, babeando y ennegreciendo el escritorio. Simultáneamente, mi nariz se ensancha, mis ojos son más agudos y sanguinolentos, mi lengua se prolonga puntiaguda, bífida, y mi columna vertebral se comba igual que una serpiente anaconda. El dolor es insoportable, el corazón parece estallar, y sudo, sudo tanto, que mis pantalones destilan una pestilente substancia anaranjada viscosa, ácida y humeante, expandiéndose lentamente por el suelo de mi cuarto.

¡Mis pies! Ahora, ahora puedo verlos… ¡Por favor! ¡Son como… como de saurios: alargados, escamosos, horribles, con largas pezuñas…! ¿Soy un monstruo? ¿Acaso un Tyrannosaurus Rex? ¿Han logrado, quizás, traspasar la pantalla esos extraños seres que no se resignan a desaparecer? ¿Se han adueñado de mi cuerpo convirtiéndome en alienígena tal vez? ¿Es su venganza? Sí, tendrías que haber apagado el ordenador y descansar un rato antes del amanecer. Ni has terminado la partida, ni has vencido, ni has superado el record. Son las 9,00h AM. Y sigo aquí, ante la pantalla intentando, sin éxito, evitar la derrota de esos violentos especímenes. Arrastro mi cabeza por las mucosas excretadas de mi garganta, apenas puedo respirar, la lengua se me ha inflamado, los labios los noto semidormidos, mis fauces…, creo tener fiebre… mucha fiebre… me ahogo, me agobio y… ¡No, no, no puedo respirar…! Por favor, por favor, necesito ayuda…

De repente, uno de esos demoníacos organismos aparece ocupando la totalidad de la pantalla, se ríe, se ríe a carcajadas con su insolente e inhumana bocaza y, temiendo ser eliminado, no me permite siquiera un solo movimiento. Me revelo brioso, intento pulsar alguna tecla para destruirlo, pero mis manos deformadas son incapaces de reaccionar ante mis órdenes. Sufro, sufro mucho, tanto, que ni siquiera puedo levantar el trasero de la silla para ir al servicio… quiero orinar, ir al baño, vaciar la vejiga… ¿me lo haré encima? Me lo haré encima… No, no, por favor… No puedo alejarme ahora… he de soportar esos dolores que parece corroer mis entrañas. Es hoy, ahora o nunca, me faltan unos trescientos puntos para vencer, para destruir a toda la cuadrilla intergaláctica proveniente de lejanos planetas que de lo contrario invadirán la tierra… ¡Oigo unos pasos, el corazón se me acelera! ¡No, nadie puede verme, sería angustioso, escalofriante, perturbador!

¡Qué espanto! ¡Qué pavor! Me observo y soy dos monstruosidades al tiempo. Sí, me veo reflejado en la pantalla, y mi parte izquierda es vampírica: repugnante, horrible. Mi derecha, como una especie de espeluznante yeti blanco peludo. Mis ojos orbitan agitados, miran a todas partes, buscan algo que no encuentran. ¡La cerradura, la cerradura! ¡Alguien pretende entrar! ¡No, nadie debe entrar, no, no puedo recibir visitas! Me mataré, me suicidaré, esto es insoportable, doloroso, agobiante. La puerta se abre. Alargo mi brazo, busco atrapar algo con mis diez dedos amorfos, resbaladizos… entonces descubro cómo mi madre entra, se coloca ante mí… y solo al descubrir la deformidad que aparece ante sus ojos, grita desesperadamente huyendo despavorida… Es entonces cuando consigo atrapar el hacha, la elevo y…

Del susto, la madre lanza la bandeja al aire, el contenido cae estrepitosamente al suelo y, mientras corre por el pasillo. Él ve como el hacha vuela hacia ella inciertamente peligrosa; con visos de incrustársele en su espalda. Por suerte, roza su oreja derecha, donde brota un hilillo de sangre, clavándose después sobre la copia de un cuadro surrealista de Manuel Robles colgado el muro de la chimenea. Entonces ella se detiene ante la pintura, emite un grito de dolor, se toca la herida, nota la humedad en sus dedos, se la mira, frunce el ceño, más que mosqueada agarra el mango, la arranca del madero, gira sobre sí misma, eleva el brazo blandiéndolo, y regresa expeditiva a la habitación. Emitiendo un horrible alarido entra, aparta a su hijo con cierta violencia, quien cae al suelo, y la emprende a hachazos con la pantalla, destruyéndola en mil pedazos mientras grita acelerada: ¡Basta! ¡Basta! Deja en paz a mi niño… Es mi niño… mi niño… ¡Ahaaaaaaaa!

  • ¡Mamá! ¿Qué haces? —el joven se levanta, se quita las gafas—. Mira, mira lo que has hecho —le dice increpándola— ¿Para esto has cogido el hacha de papá? Te has herido en la oreja ¿Otra vez te has rozado con la lámpara?
  • Levantaste la mano, querías matarme…
  • ¡Es solo un juego de realidad virtual…! Nada tienes qué temer… nada. ¿Alucinas? No te has tomado las pastillas todavía ¿Verdad? Abrázame, te quiero…, te quiero…, te quiero muchísimo mamá.

La madre sonríe socarronamente.