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Amor por poderes – relato corto escrito por Francisco Campos Rojo

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Amor por poderes

Imagen relacionadaSobre un bucólico y alargado sendero cubierto de árboles centenarios, la guapa Elisa, camina en soledad pisando la crujiente y marchita hojarasca. Por sus rosáceas mejillas resbalan tenues lágrimas de añoranza que elude enjugar implorando quizás una leve señal de amparo. Entre sus manos comprime la última carta recibida, de cuando en cuando la ojea, pero en realidad no desea volver a leerla debido al desagradable dolor que le produce. Sobre su cabello y hombros, se deslizan, como lluvia de lienzo, amarilleadas hojas otoñales; de fondo percibe rumores y piares de pájaros saltando de rama en rama, pero ella, meditando en su triple dilema, zigzaguea, como perdida en las tinieblas del averno suspirando de cuando en cuando frívolos vahídos de pasión. Piensa en las preciosas frases que su esposo le dedica desde el obligado exilio, en la infinita distancia que les separa, y la duda sobrevuela omnipotente sobre su pequeña y frágil cabeza. El equipaje está listo para ser embarcado, el pasaje lo tiene en su poder, pero… ¿subirá a ese barco que la alejaría de él para siempre?

Esgrimiendo argumentos para sedar su desdén, Elisa creaba inútiles excusas tratando de retrasar su agónico destino: «Brasil está demasiado lejos. Me mareo en los barcos. Me sentiré muy sola en esa tierra salvaje repleta de mosquitos», se decía tratando de eludir su contraído compromiso. «Mi padre, ¿quién cuidará de él? ¿Cómo perder esa brisa, ese paisaje, estos árboles, este precioso paseo, amigas, este país, esta ciudad? ¿Cómo ocultar este ardor que surge de mi corazón?

»Desde su penoso destierro, Fernando preparó la boda: iglesia, padrinos, sacerdote, hora, día… y hasta le otorgó un poder especial al que sería su sustituto… Tenía prisa, quería tenerme a su lado, sin embargo, no previó lo que sucedería.

»Creyéndome enamorada, saqué, planché y doble primorosamente mi ajuar, compré mi vestido blanco, velo, zapatos, un precioso ramo de flores, preparé una ligera cena en mi casa para quince invitados y me casé… con él… por poderes. No, nunca, nunca pude sospechar en la encrucijada que me metía entonces, ni en estos enredados sentimientos.

»Mi tía, la madrina, con aquel vestido largo beige y su tocado de plumas, sonreía luciendo su colmillo de oro. Mi padre y padrino, con su traje gris perlado y su flor rosa en la solapa, mostraba orgulloso un rostro de plena felicidad… fue la última vez, cinco días después cayó enfermo y ahora, su barba blanca y su manifiesta palidez delatan su extrema delicadeza. ¡Iba tan ilusionada aquel día! Recuerdo que desde el coche observaba al gentío a través de una rendija de la ventanilla y, deseosa de transmitirle mi sublime felicidad, quería que todo el mundo se girara para gritarles que me conducía al paraíso. ¿Al paraíso?

»Cuando llegamos a la iglesia, alguien abrió la puerta, tendió su mano desconocida, y yo, tras mirar arriba y vislumbrar sus agitanados ojos, hasta se me estremecieron una a una la vertebras de mi columna. Era él, la persona que supliría a Fernando ante el santísimo. Sonriente se presentó como Germán, se colocó a mi lado para que yo lo enlazara por el brazo, pero su insultante belleza y su cautivadora mirada me afectaron tanto en lo que debió ser mi más emotivo momento, que me vi incapacitada para caminar a su lado.

»El pasillo hasta el altar se me hizo interminable, mis piernas flaqueaban, sus suaves dedos acariciaban los míos intentando sosegar mis ímpetus, pero mi corazón quería estallar de puro desconcierto. Durante la ceremonia, yo miraba de reojo a Germán, él también a mí, pero obedientes seguimos el protocolo sin rechistar; respondiendo solamente a las preguntas que nos hacía el sacerdote quien no paraba de hablar y hablar. Advertí que vestía de marino mercante; su imponente presencia hacía que me rechinasen los dientes y cuando tuve que pronunciar el consabido ¡Sí quiero! una espontánea afonía me lo impidió. Hasta pensé que me desmayaría cuando me levantó el velo y clavó su mirada en la mía. Luego, durante el convite, me sentí bastante inquieta. Pues German me dirigía solamente un sí o un no cuando intentaba hablarle, e incluso cuando me acercaba a él para ofrecerle algo de comer. Conversaba con mi padre, con mi tía, con unos y otros, pero notaba que me observaba disimuladamente porque a menudo cruzábamos nuestras miradas. Entonces, en mi estómago revoloteaban las consabidas mariposillas y mis rodillas temblaban de puro placer. «¡Es increíblemente guapo!», recuerdo que pensé mientras lo observaba a través de un espejo embelesada como una niña después de que la mayoría de los invitados se marcharan; vestida aún de blanco virginal.

»Tras la boda pasamos tres maravillosos días juntos… Germán quien se había alojado en una pensión cercana me invitó a comer al día siguiente. Y yo, por cortesía y a la vez con fervorosa apetencia, no supe negarme. Eligió un bonito restaurante frente al mar, degustamos pescado a la brasa y el vino, y la panorámica, unidas a la brisa, a su suave voz, a sus ojos, a su irónica sonrisa y a su rostro al contraluz, rindieron mis flojeados ánimos hasta… ¡No! Mi marido no debió permitir que él ocupase su lugar en la lejanía. Pudo haber sido otro…, cualquier otro… Pero entonces… no hubiese sido él, el misterioso, atractivo y musculoso Germán. Paseamos, reímos, charlamos y… sus penetrantes ojos… No, no hubo escarceos amorosos, ni siquiera un casto beso… pero ambos sabíamos lo que sentíamos. Luego se marchó. Se marchó al cuarto día. Se marchó en aquel infame tren donde lo despedí. Y ahora, con esta carta en mi mano, entre la lujuria y el deseo, la fidelidad y el escándalo, entre el amor y el odio he de tomar la decisión más importante de mi vida…

Resultado de imagen de paseo otoñal con bancosElisa posó sobre su pecho el texto, pensando en la belleza del extraordinario edén que su marido le dibuja en sus encantadoras cartas. Miró a lo alto, y sus vidriosos ojos parecían exudar lágrimas de sangre y guerra. Sufría su inconsciente precipitación, sufría como la persona que se ahoga en un mar de locura infinita, como el niño perdido que no encuentra a su madre en mitad del gentío. Y gemía desesperada porque dentro de su corazón sobrevivía aún el amor que tanto la ilusionó en la adolescencia. Daba vueltas a sus tres confluentes disyuntivas sin saber bien cómo solucionarlas. Correría al lado de su primer amor sin dudarlo, pero el decaimiento impreciso de su padre se lo impedía. «Debo cuidarlo, debo… ¿Debo? ¿Debería? ¿Es eso en realidad lo que me retiene para huir e ir al encuentro de…?» A la sazón le parecía escuchar un silbido distante clamando:

—¡Elisa! ¡Elisa!

Con el corazón anhelante, giró su enmarañada cabeza a ese débil eco de esperanza. Sin embargo, no descubrió al ser que debería remediar su insólito dilema. «¿Me engañan mis candentes deseos? ¿Son posibles dos amores? ¿Acaso debo aguardar a que alguien solucione mi pavorosa contradicción o tal vez he de ser yo quien tome la decisión acertada?», se preguntaba anhelante. Entonces, como un ligero soplo, oyó de nuevo su nombre sobrevolando entre las copas de los árboles. «¡Bah! Es marinero, en cada puerto tendrá su amor… Además, está prometido. Jamás volverá. ¿Cómo es posible que sean tan diferentes?, se preguntó de repente. No, nunca lo traicionará… es su hermano… su hermano… Pero… ¿y esa llamada? ¡Alguien pronuncia mi nombre, mi corazón palpita de amor! ¿Será él? ¡No, mis oídos me engañan, deben ser mis deseos, mis sentimientos!»

—¡Elisa! ¡Elisa! —el grito se intensificaba; se expandía en el aire como un persistente repique de campanas.

Entonces miró al fondo del camino, se levantó del asiento, elevó su falda, palpitante, desbordando lágrimas aligeró sus pasos hacia la voz, descubriendo horrorizada que quien gritaba su nombre desesperadamente, quien la llamaba con tanto anhelo, quien realmente corría hacia ella presuroso, no era el de los ojos agitanados, sino su hermano, su propio marido recién desembarcado.