EL RACISTA
Cuento corto
Don Hermenegildo no era demasiado fanático, pero impregnado por la ideología nacionalista de algunos canales de televisión, la prensa escrita y digital, como director de aquel centro hospitalario, imponía, de forma sutil e inconsciente, el pensamiento racista y misógino en la contratación y reparto de cargos entre sus empleados. Podía ser generoso, a la vez tirano, pero todos reconocían que era un excelente gestor. La realidad es que el hospital funcionaba como un reloj, las piezas encajaban, apenas había retrasos en las operaciones programadas y, público y pacientes, en general, eran atendidos por sonrientes oficinistas o agradables enfermeros. Algunos eran contrarios a sus métodos despóticos y coercitivos, pero el equipo auxiliar y médico lo respetaba, más por miedo que por simpatía, pese a los exabruptos que de vez en cuando soltaba. De carácter paternalista, solía premiar a los más cercanos con prebendas y días libres. Hacía favores a sus correligionarios, que siempre cobraba, pero todo era a cambio de la armonía y buen funcionamiento del centro. Los sindicatos, fuertemente arraigados, luchaban contra ese velado inconveniente claramente contrario a lo humano. Entre ellos, un prestigioso joven cirujano, quien advertía su encubierta inclinación a la injusticia. Discutía con él, lo amenazaba con denunciarlo y trataba de que fuese ecuánime con los compañeros de diferentes razas y sensibilidades. Por suerte, también él sabía manejarlos con habilidad y cautela. Solía ceder a las presiones con facilidad, ante ellos reconocía sus equivocaciones, pedía perdón, cambiaba los primeros días y después volvía a las mismas andadas. Respaldado por el poder, lograba mantenerse en su puesto, pero su misoginia y racismo eran cada vez más evidentes y notorias. Con todo, pese a sus preclaras inclinaciones, en su oficina, rodeado de montañas de papeles y documentos, a veces se preguntaba por qué había perdido a todos sus amigos. Desde aquel trágico accidente que dejó en silla de ruedas a su mujer, lo abandonó todo, se dedicó por entero a ella, y poco a poco dejaron de llamarlo. Él tan jaranero, como en realidad fue, había remplazado a ese ser de agrio carácter, solitario y un tanto despectivo. No la amaba, nunca la amó, pero siempre fue su leal y discreta compañera: expresiva, sociable y locuaz, que le había dados dos rosas a las que quería con locura. Su relación con ellas era excelente, eran buenas chicas y pronto acabarían sus carreras ¿En qué se equivocaba entonces? ¿En qué se había convertido? ¿Por qué lo rechazaban? ¿De dónde provenía esa rencorosa hostilidad? se preguntaba mientras bebía a pequeños sorbos de aquel ron cubano, añejo y tan especial, regalado por alguien que deseaba ser favorecido.
Quizás bajo el efecto del alcohol, tal vez por el influjo de la soledad de su despacho, a veces hacía memoria recordando su primer amor, su único amor, aquel amor que un día lo abandonó porque se había enamorado de otro… y se sentía… ¿De otro? ¡Bah! De un nauseabundo militar americano de raza negra, dejándome tirado para siempre. ¡Ja! Encima son felices, tienen tres hijos y… ¡Bah! Amigos comunes me lo cuentan para herirme. ¡Malditos! No, no podía soportarlo. ¿Qué tenía aquel negro? ¿Qué clase de mujer era ella? ¿Es que carecía de escrúpulos? se preguntaba. Aquel amor, su primer amor, al que jamás olvidó, lo hirió en el alma, en lo más profundo de su ser, y aun después de treinta años, aún la amaba. Por su culpa, odiaba a las mujeres, a los gitanos, a los negros; su desgarro era tan doloroso que era incapaz de cambiar sus sentimientos. Clamaba venganza contra los inmigrantes que invadían el país, a los que arrebataban a las hijas de sus padres con tal de obtener la nacionalidad. Y él temía que las suyas se enamoraran también de uno de ellos.
¡Mataría antes de ver a un negro cerca de nuestras hijas! solía decirle a su mujer.
Empleados, enfermeros y médicos. Mujeres y hombres de diferentes etnias, procuraban mantenerse alejados de él. Desvalorados, notaban su ladino rechazo, notaban su falta de sensibilidad en sus gestos y mirada, y pese a que él presumía de favorecerlos, conocían sus repulsivas opiniones respecto a ellos. En las reuniones, a las que por miedo a los sindicatos no podía vetarlos, solo tenía en cuenta las opiniones de las mujeres o de las personas de otras razas, si éstas eran esgrimidas por hombres blancos. Monopolizaba razonamientos que no podían ser refutados: la gestión y el bien funcionamiento de la atención hospitalaria era su principal argumento, y el respaldo de las autoridades gubernativas, su poder.
Un día, sin embargo, durante uno de sus más ardientes discusiones, notó un desagradable hormigueo en su brazo izquierdo, un fuerte dolor que le apretaba el pecho y la garganta, pareciéndole que le faltaba la respiración. Fue entonces, mientras se desplomaba en el suelo, cuando descubrió la parca junto a él. Vestía del negro que tanto odiaba, no mostraba su rostro, pero él supo al instante quién era; que venía por él.
Con la celeridad impuesta, lo ingresaron en urgencias, lo atendieron como a cualquier paciente y tras varios días en la unidad de vigilancia intensiva, lo trasladaron a una habitación aséptica, donde estaría monitorizado noche y día. Únicamente podría entrar médicos o enfermeras; ni siquiera los familiares más próximos, que solo lo verían a través de un ventanal acristalado.
Los médicos fueron meridianamente claros con la mujer y las hijas: la única salvación posible era un trasplante de corazón.
Acostumbrados a comprarlo todo, los hermanos preguntaron cuál era el precio, dijeron que tenían dinero suficiente para obtenerlo y estaban dispuesto a pagar si no era en exceso costoso. Al oír de sus labios semejante predisposición, los médicos respondieron que en esos casos el dinero no servía, la seguridad social costearía los gastos inherentes, el posible donante sería anónimo, y ellos no tenían por qué desembolsar absolutamente nada. Solamente dependía de la decisión generosa de las personas en los momentos más difíciles de sus vidas. Para que don Hermenegildo viviese, alguien tendría que morir, y que la familia donase su corazón.
Entretanto, sedado o consciente, don Hermenegildo se debatía entre la vida y la muerte.
A veces atolondrado, si veía a una mujer u hombre de otra raza limpiando o manipulando los monitores que lo mantenían vivo, se agitaba en la cama y pedía a gritos no ser atendidos por ellos. Así dejó claro entre los empleados su antes disimulada ideología.
Pasó un mes, dos, las escasas donaciones que surgían, no eran compatibles y había que esperar el órgano adecuado.
Por fin, una noche, en los últimos alientos, cuando los médicos se temían el peor desenlace, una generosa familia donó el corazón de su hijo quien resultó fallecido en una accidentada reyerta producida en un botellón. La analítica constató la compatibilidad, el equipo médico fue inmediatamente convocado para la operación y a medianoche todo estaba dispuesto. Introdujeron a don Hermenegildo en el quirófano, le afeitaron el pecho, le pintaron unas líneas rojas por donde debía rajar el bisturí, y le abrieron vías venosas para la aplicación de fármacos, anestesia y otros.
Sin embargo, en el último segundo, el cirujano jefe, aquel joven sindicalista que se oponía con todas sus fuerzas a él, ordenó despertarlo antes de sedarlo definitivamente. El resto del equipo no comprendía ese acto, pero él tenía una seria motivación.
Don Hermenegildo despertó enarcando las cejas, advirtiendo en el lugar que se hallaba. Una vez que el doctor comprobó que era consciente, que las respuestas a sus preguntas eran inteligentes y definidas, le consultó quebrantando la ley:
A ver don Hermenegildo, el corazón que pretendemos implantarle y que tanto tiempo llevamos esperando para salvarle la vida, es de un chico de raza negra de origen ugandés. Es su última oportunidad: vivir o morir… usted elige…