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Boda en Guatemala

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Boda en Guatemala    

Por inesperado, el viaje a la desconocida Guatemala fue toda una aventura y tal vez uno de los más interesantes de mi vida.

Aterrizamos al atardecer, nos trasladamos al hotel ubicado en la urbanización donde reside la familia de la novia, cerrada de forma férrea y vigilada por policía privada, porque, según el novio, miembro de la familia, la ciudad es muy peligrosa.

Con todo, esa noche, salimos en grupo a cenar, y lo hicimos en un delicioso restaurante de un moderno centro comercial.

Como la boda sería unos días más adelante, para aprovechar el tiempo y hacer algo de turismo, nos trasladamos a Flores, un bello pueblo situado en una isla del precioso lago Petén, donde tapeamos, al son de alegres músicas, por los tenderetes de su orilla. A la mañana siguiente nos esperaban, Manola, nuestra guía y su chofer, quienes nos llevaron a las maravillosas y sorprendentes ruinas mayas de Tikal. Íbamos expectantes, con sentimientos de explorar el pasado, de viajar a un medio alternativo. Antes de adentrarnos en el yacimiento, tomamos habitación en un hotel ubicado en mitad de la selva. Luego, tras soltar las maletas, la guía nos sorprendió diciéndonos que debíamos emprender la aventura de atravesar la jungla. Era real, escuchando sus estremecedores sonidos, viendo los monos saltar por encima de nuestras cabezas, avistando pájaros y animales desconocidos; temiendo que alguna serpiente se nos enredara en las piernas, Manola nos condujo por el sendero más largo hasta culminar el recorrido. Fue un poco aventurado, pero mereció la pena porque fue como un castillo de fuegos artificiales: mientras más nos adentrábamos, las construcciones pétreas del complejo eran más espectaculares. Por fin, tras cinco horas de caminar entre estrechos senderos sorteando la espesa vegetación, ilesos pero exhaustos, la simpática y amena guía, nos mostró la impresionante “Gran Plaza” Un conjunto de pirámides de origen Maya, algunas mejor conservadas que otras, que la rodean. Como no, subimos a una de las más altas, admiramos la belleza de la disposición de las edificaciones y nos preguntamos cómo era posible que hubiesen levantado todo aquello, sin ninguna utilidad aparente. Todo un misterio.

Esa noche dormimos mejor que nunca, estábamos destrozados. Con todo, algunos del grupo se levantaron a las cuatro de la madrugada para atravesar con luz de linternas la selva otra vez. ¿Su fin? Contemplar desde lo más alto de una de aquellas pirámides la salida del sol. Cosa que no lograron a causa de la neblina mañanera.

De Tikal, Manola y el chofer nos condujeron al yacimiento de Yaxhá, otro enclave de construcciones formidables.

Nada más llegar, subimos a una canoa, atravesamos un lago, que según nos contó Manola, criadero de cocodrilos, hasta arribar a una isla. Allí caminamos, de nuevo por la selva, vimos otras ruinas mayas, extrañas tumbas, pero la sorpresa que Manola nos tenía guardada fue lo más impresionante de todo: los estremecedores rugidos de los monos aulladores, era el principal motivo por el cual íbamos allí. Eran tan inquietantes, tan impresionante, que creímos que de un momento a otro aparecería una manada de dinosaurios o una jauría de perros salvajes dispuestos a devorarnos. Manola no nos había advertido de aquello, así que se rio de nosotros al ver nuestro desencajados rostros.

Luego, pasado el susto, una vez de vuelta en el centro de interpretación, comimos de picnic, tomamos café volcánico y, a continuación, nos metimos de nuevo en la jungla para ver otras edificaciones diseminadas por la espesura del bosque. Es decir, con lo que la amena, amable y divertida Manola, quiso encandilarnos seguidamente. Tras otro largo recorrido, donde avistamos animales salvajes, llegamos frente a otra altísima pirámide, la admiramos, nos hicimos fotos, la rodeamos, pero inesperadamente, Manola nos dijo que teníamos que subir a lo más alto. Con ojos de asombro, medimos la altura, la miramos a ella, ella se encogió de hombros, con la ceja izquierda nos conminó a trepar, y no tuvimos más remedio que hacerle caso. Así que trepando por un graderío pétreo de altísimos peldaños y por andamiaje temblón de madera y hierro, respirando agitados, culminamos la construcción. No nos arrepentimos, fue algo extraordinario. Mirando por encima de las copas de los árboles, escuchando los estremecedores rumores de la selva, viendo monos saltar de rama en rama, junto a otros muchos turistas provenientes de diversos países, contemplamos el más hermoso atardecer. Duplicándose sobre las aguas de la laguna de los cocodrilos, nos extasiamos con un ocaso, matizado en plata, naranja y oro, mientras la tarde languidecía, una luna roja se alzaba a nuestras espaldas y, al tiempo que el astro rey se ocultaba entre la oscura y espesa arboleda del horizonte. Fue impresionante. Luego regresamos de noche, alumbrándonos con frontales luminosos.

Aquella noche, en un viaje para olvidar, volvimos a Guatemala en autobús. Allí, sin detenernos, nos trasladamos en taxi a Panajachel, una ciudad ubicada a orillas del lago Atitlán, rodeado de pequeños pueblos y de un turbador paisaje de volcanes extinguidos. Nuestro hotelito se ubicaba en el centro, junto a la calle más comercial, así que esa tarde, tras una buena siesta, compramos algunos regalos. A la mañana siguiente, y según lo planeado, alquilamos un barco a motor para visitar el famoso mercadillo de Santiago la Laguna, la capital del entorno, situado al otro lado del lago. Allí compramos fruta exótica, sabrosa y desconocida. Luego nos trasladamos a San Pedro otro pequeño poblado indígena donde visitamos un cocedero de café, su iglesia y un museo artesanal que nos encantó. En los siguientes días, visitamos, también en barco, otras distintas poblaciones diseminadas a largo y ancho del lago: San Juan, San Lucas, San Antonio, San Pablo, San Marcos, donde se ven muchos hippies,  y donde hicimos un recorrido en Tuc, Tuc, y algún que otro, que ya no recuerdo.

Panajachel es muy turística y cosmopolita. Posee una interesante reserva natural, muchísimos tenderetes y vendedores ambulantes que a veces asedian, restaurantes con patios preciosos repletos de plantas extrañas y encantadoras terrazas con vistas al lago.

La boda fue muy bonita, se celebró en una hacienda colonial, que me recordaba a la que aparecía en la película “La casa de los espíritus” de la novela del mismo nombre de Isabel Allende, con un ambiente muy elegante de invitados heterogéneos. Bailamos toda la noche, venimos un poco y a la mañana siguiente nos levantamos muy tarde. Por la tarde, sin embargo, nos animamos: visitamos el zoo, donde vimos animales muy, muy raros, y luego el museo Maya y post colombino.

Una vez celebrado el principal motivo por el cual viajamos, solo nos quedaba hacer un poco más de turismo, así que concertamos un taxi y nos llevó al famosísimo mercado de Chichicastenango; entramado enorme de tenderetes multicolores, donde se vende de todo lo imaginable y lo inimaginable, y donde disfrutamos comprando o regateando algunos regalos para los familiares que se quedaron en España. De allí nos trasladamos a la Antigua, es decir a la antigua capital de Guatemala, donde pasaríamos los días que nos restaban. ¡La Antigua! Vaya un suspiro por ella. La Antigua Guatemala es la ciudad abandonada que resurge por su propia belleza. Digo abandonada, porque hasta el siglo XVIII, debido a inundaciones y terremotos, fue la capital del país.

Sus multicolores casas, sus mansiones solariegas, sus bellos patios, sus antiguos edificios ruinosos, que pese a sus estados se adivina que debieron ser espléndidos, y a la perfección de su trazado, son de una belleza que sorprende a todo viajero.

Comimos al son de marimbas en restaurantes bellísimos, recorrimos sus callejas empedradas, admiramos la fachada de la iglesia de la Merced, entramos al culto en la de San Francisco, vimos la catedral, el antiguo ayuntamiento, el Palacio de los Capitanes, el arco, el precioso hotel Monasterio, ubicado sobre las ruinas de un antiguo convento, y su pintoresco mercado para nada con vendedores agobiantes. Todo, todo era de tal atracción, que a cada uno de nosotros nos cautivó. Sin embargo, lo más espectacular fue lo que divisábamos desde la terraza de nuestro hotelito que a todos nos dejó bastante mudos en la oscuridad de la noche: las impresionantes deflagraciones de un volcán en erupción. Era estremecedor contemplar las violentas llamaradas y como la lava se deslizaba por los declives de la montaña, por donde se cultiva los cafetales.

En fin, fue un viaje que nunca olvidaré. Los precios fueron muy asequibles, la comida y los desayunos copiosos, exuberantes. Los zumos de frutas desconocidas, buenísimas. La gente amable, simpática, educada. Guatemala nos enamoró.

¡Yo volveré!